Ruido sin nueces

Ruido sin nueces

CARMEN IMBERT BRUGAL
Juan Manuel Moliné Rodríguez conoce los vaivenes mediáticos de la sociedad dominicana. Nueve años después de su condena, reclama el disfrute de libertad condicional. El día de la audiencia, aprovechó el momento y apeló a la conmiseración pública. «Créanme, yo sufro por ese niño y por su familia.

A mí me da pena que la sociedad no crea en mi sinceridad y no estime mi arrepentimiento como algo válido. De verdad yo lo lamento tanto, y yo espero que todo obre para bien».      Después del secuestro y asesinato del niño Llenas Aybar, algunos ilusos creyeron que el hecho sería aleccionador.

Aquel caso sirvió para delimitar un antes y un después, en la historia criminal dominicana. Durante la investigación, instrucción y juicio, los horrores develados comprometieron un sector inmune al juzgamiento penal y social. La connivencia y silencio de autoridades, de diplomáticos, maestros, sacerdotes, padres y madres, amigos, fue expuesta de manera demoledora y vergonzante.

 El desenfado de los jóvenes demostró cuán seguros estaban de la impunidad que tarde o temprano les beneficiaría. “Lo hecho, hecho está”, declaró un Mario Redondo Llenas, capaz de colaborar con las autoridades para “buscar los autores”, luego de presentarse al funeral de su primo hermano, víctima de la hazaña. 

Aunque el prominente penalista francés Jacques Isorni propalara que ningún horror deja de tener explicación para un abogado, todavía hoy no aparece razón contundente para justificar el sacrificio de un niño de once años, martirizado con treinta y cuatro estocadas, atado y engañado, indefenso y sorprendido, frente a un Juan Manuel que lo sostenía, mientras Mario entraba y sacaba el puñal.

Transcurrió el tiempo, desapareció de la crónica el caso. Todavía muchos creen que los padres del niño pueden decidir la suerte de los condenados, olvidando la responsabilidad pública, el compromiso del Estado, a través de las instancias correspondientes. Otra manifestación del eclecticismo dominicano que permite el asesinato y la clemencia, la metrópolis y la aldea, el machete y la glock. La coexistencia del ratero y el capo, convertido en buen padre de familia y devoto asistente de ceremonias religiosas. Permite provocar accidentes de tránsito y huir, infringir la luz roja del semáforo y sonreír, o insultar a quien se atreva a reprobar el hecho. Permite matar, robar, estuprar, extorsionar, difamar y después, celebrar.

  La convivencia republicana se ha desarrollado irrespetando normas, acotejando leyes, ignorando mandatos. La emoción resuelve conflictos. El abrazo, los conciliábulos, el compadrazgo, decide la vida nacional. Cada representante del poder, de cualquier poder, tendrá como brida para sus decisiones, la petición de un ahijado, un socio, un allegado, un vecino, un socio. Decretos, reglamentos, sentencias, son excusas, ejercicios inocuos de una autoridad frágil, sin credibilidad ni soporte. Temerosa y comprometida.

Es un contexto desprovisto de solemnidad. Nada infunde respeto ni merece acatamiento. Cualquiera desafía y amedrenta. Ofrece o seduce. Los atisbos institucionales afectan a los ciudadanos que desconocen el monto del perdón, el camino de la avenencia y su precio.

El alboroto mediático esporádico expone las deficiencias, las taras y luego adviene el silencio como señal de derrota o cansancio. Son ciclos de opinión y golpes en el pecho, ciclos para ocupar espacios y crear ilusión. Después, la bajamar y el olvido. Son episodios bravíos, exabruptos de conciencia, admoniciones apocalípticas que pretenden interferir resoluciones oficiales, lejos del rigor conceptual. Como la comedia de Shakeaspeare “mucho ruido y pocas nueces”.

La posibilidad de orden aterra, se asocia su existencia con la represión. La ley fue cumplida, durante tres décadas, porque no había titubeos con el castigo. El autoritarismo requiere un andamiaje legal inexpugnable, para atribuir a la legalidad las violaciones. Aquí jimiqueamos cuando no podemos exigir la vigencia del Estado de derecho. Recurrimos a la torva conjunción de piedad y venganza, para eludir la legalidad.

 Esto es menos que un circo porque no divierte. Es el espectáculo de la mediocridad, la confirmación del desconcierto, cada vez más rentable para pontífices de pacotilla, con fiabilidad efímera e innecesaria. El condenado lo sabe, por eso divulga su lamento, quiere lástima y tentar la reacción colectiva.   

 El ciclo de arrebatos motivado por la solicitud de Moliné Rodríguez pasará. Más que la disquisición acerca de la petición, procede la rememoración de los sucesos, evaluar la utilidad de las penas y la aptitud del sistema carcelario dominicano para garantizar la reinserción social de los asesinos.

El caso Llenas Aybar no es un caso cualquiera. La juventud y crueldad de los autores, su procedencia, las vinculaciones con adultos infractores, que abandonaron el país prevalidos de la inmunidad y con apoyo oficial, la perversa red que encubría sus fechorías, retan el pudor público y la fortaleza del poder judicial.

 La solicitud no es el problema. El recluso ha utilizado un procedimiento legal. Trascendente será la decisión. 

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