La invasión de la Rusia de Putin a Ucrania, junto a la pandemia del Covid-19, tiende a convertirse en el acontecimiento más importante ocurrido en esta quinta parte del presente siglo. Lo que parecía una guerra preventiva, más bien corta, comienza a tomar un giro que parece que será mucho más larga de lo previsto. Se torna cada vez más devastadora e inmanejable y, a diferencia de tiempos pasados, discurre en medio de una proverbial falta de liderazgos responsables, carismáticos y lúcidos. Conforme discurre, como todas las guerras, en los puntos centrales del conflicto se despiertan viejos demonios, y el conflicto tiende a expandirse más allá de sus confines.
Ucrania, como todas las repúblicas de la ex URSS, tiene regiones con poblaciones cercanas u originarias de una o varias repúblicas limítrofes, cuya identidad la quisieron y quieren mantener a toda costa, a través del uso de sus lenguas y la práctica de elementos esenciales de sus culturas. De ahí la existencia de varias regiones o de minorías nacionales, en su momento llamadas autónomas de la autoridad regional donde estaban asentadas, pero no de la autoridad central de la ex URSS. Esa autoridad, como la de la generalidad de los líderes las regiones o repúblicas, no sólo fueron incapaces de eliminar la bestia de la intolerancia contra el “otro”, con que se tiende a forjar el nacionalismo, sino que la azuzaban a discreción para apuntalarse en el poder.
A esa intolerable intolerancia recurren las autoridades ucranianas. Pretenden desconocer una “ley del 2012 que prácticamente reconoce el carácter oficial” de diversas lenguas de minorías significativamente numerosas. En fragor de la guerra y para apuntalar la “seguridad nacional”, ahora procuran imponer el idioma ucraniano a las diversas minorías existente en su territorio. No sólo eso, sino que recurren a medidas absurdas y ridículas como esa de prohibir el uso del ruso, la música de los músicos rusos, cambiar el nombre de calles y plazas, derribar monumentos o estatuas y alusivas a figuras o la historia rusa.
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En Occidente se llega al dislate de prohibir todo lo que recuerde a Rusia, entre otros, impedir que los clubes de futbol de ese país participen en las competencias internacionales ya programadas, mientras que la Rusia de Putin recurre a la vieja descalificación y denuedo contra el pueblo ucraniano. De esa manera se va construyendo/consolidando una guerra de posibles devastadoras consecuencias para la humanidad y de la que sólo son beneficiarios los señores de la guerra de las partes envueltas, y perdedores, como siempre, la población civil y las familias de los militares más pobres, en los combates generalmente colocados en primera fila