S.O.S. por la sociedad dominicana

S.O.S. por la sociedad dominicana

Son escasos los ejemplos de dignidad personal que se observan en quienes desempeñan importantes posiciones públicas o privadas. En efecto, existe la tendencia, desafortunadamente muy marcada entre nosotros, de aferrarnos con desesperación a los cargos.

No importa que se haga necesario adular, mentir, rogar, engañar y caer en las mayores vilezas, siempre y cuando esto nos permita mantenernos el mayor tiempo posible sirviéndonos de determinada función. Vivimos en una sociedad mediocratizada, cuya comprensión se le hace difícil a no pocos de los que han sido educados con un elevado sentimiento de moralidad cristiana.

La pequeñez propia de los diversos sectores que conforman nuestra sociedad es realmente lastimosa. Los principios que tanto se pregonan y muy raras veces se practican terminan siempre sepultados por los intereses egoístas de quienes nos dirigen. Nuestros tres Poderes del Estado ofrecen ejemplos palpables y recientes de que lo más importante es encumbrarse para luego permanecer, sin importar en lo más mínimo la palabra empeñada. Los jueces desean ser vitalicios por encima de lo que prescribe la ley, los gobernantes desean reelegirse indefinidamente aunque existan sólidos obstáculos constitucionales, y por supuesto, los legisladores no se quedan atrás en su afán por perpetuarse en sus curules legislando en provecho propio, o en el mejor de los casos, de unos pocos que luego reparten boronas entre estos mercaderes de nuestra democracia enferma.

Para ser justos, se trata de una cultura que no es exclusiva de los tiempos que vivimos; por el contrario, la venimos arrastrando desde hace años, aunque es ahora que exhibe su mayor relieve. Empresarios, profesionales, políticos y oportunistas de siempre suelen aunar esfuerzos para extraer beneficios a expensas de esa cantera inagotable de recursos que es el Estado dominicano. Cada vez es más reducido el número de hombres y mujeres que acceden al aparato productivo con el propósito de servirle al país. La corrupción y el tráfico de influencias son percibidos como normales en una sociedad podrida como la nuestra.

En fin, aferrarse a los puestos sin importar lo que sea necesario sacrificar no es más que un reflejo de nuestra ausencia de decoro. He visto a determinados funcionarios que proyectan una falsa apariencia desdecirse en situaciones difíciles y comprometedoras en las que otros, dotados de firmes principios, hubieran aprovechado la oportunidad para transmitirle un mensaje de decencia a esta sociedad que tanto lo necesita. El apego excesivo a lo que es transitorio constituye una prueba de nuestro enanismo mental, que nos conduce a pensar que somos importantes en función del poder que ostentemos en un momento determinado.

Y es que existe entre nosotros la falsa apreciación de que si somos excluidos del engranaje estatal o privado se nos condena a una especie de degradación cívica. Nada más falso, toda vez que la valía de una persona debemos medirla sobre la base de su conducta. Es más meritorio el profesional que se abre camino con su trabajo que aquel que se enriquece gracias a sus vinculaciones políticas. Sin embargo, vivimos en un medio donde evaluamos el éxito en proporción a la riqueza acumulada, y juzgamos al que carece de fortuna como personaje de menor cuantía.

Nada es prohibido en la lucha por el poder y el dinero siempre que para alcanzarlo y acumularlo actuemos con arreglo a las leyes que definen y separan los valores del bien y el mal. Esa es la gran enseñanza que debemos asimilar para sobrevivir en esta jungla. Ojalá que los hipócritas que manipulan la opinión pública, tengan el suficiente coraje para enfrentar las consecuencias del desgaste que experimentan nuestras instituciones y el sistema democrático que se diluye aceleradamente en esta media isla, que está siguiendo el rumbo de la otra mitad ya casi perdida.

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