POR MIGUEL D. MENA
Para llegar al nervio de nuestro imaginario hay que comprender las limitaciones de las antologías, de los promotores, de los maestros, de las premiaciones, de los dictámenes de las jerarquías culturales, de las instituciones donde no haya un soporte de investigación previo.
Nuestras letras andan huérfanas de investigaciones. Hay que irse a la academia extranjera para poder valorar sus alcances. Salvo uno que otro estudio a una que otra Obra Completa, hace falta mayor rigor en el tratamiento del imaginario literario.
¿Dónde hay tesis que traten el tema de la mujer dominicana en la literatura, el aporte de Pedro Henríquez Ureña a la ensayística, la relación y visión de lo haitiano en lo dominicano? Se tiene que ir un poco lejos de la Isla: Naturalmente a los Estados Unidos, y desde hace un decenio, también a Bélgica y a Alemania.
Curiosamente son tres mujeres las que en estos dos últimos países nos han situado en el mapa académico europeo: Desde Heidelberg, la profesora Frauke Gewecke con Der Wille zur Nation (1996), un interesante estudio sobre el advenimiento de la nación dominicana; Sabine Porschen con su tesis Das Amerikabild in den Essays von Pedro Henríquez Ureña (1884 – 1946) [3] (2000), en la Universidad del Munster; Margarete Herzog, quien escribió su tesis de licenciatura sobre el libro de cuentos Tablero, de Aida Cartagena Portalatín, y luego tocó la novelística de Julia Álvarez (2000), en un trabajo de doctorado, donde trata el tema de la migración, titulado Lebensentwürfe zwischen zwei Welte.
Finalmente, tenemos a la profesora belga Rita de Maesneer con el conjunto de sus estudios recogidos bajo el título de Encuentro con la narrativa dominicana contemporánea (2006).
Desde afuera se nos ve a partir de las preocupaciones del afuera: cuestiones de género, raciales, es decir, o el tema de la mujer o el de Haití. Lo dominicano se plantea desde lo reactivo, partiendo de temas álgidos pero sin plantearse una búsqueda de lo más continuo y tal vez trascendente que tenemos.
Lo dominicano se reduce a sus zonas de conflicto.
¿Por qué siempre se nos tiene que pensar a partir de las zonas críticas y de los hoyos negros de nuestra alma? Los saberes del afuera son los saberes que se producen, circulan, se establecen, tienden a crear un sentido común. ¿Cómo plantearse un saber sobre el adentro y desde dentro en el país dominicano? Curiosamente son Julia Álvarez y Junot Díaz los dos autores dominicanos más estudiados, y tal vez con razón: ambos plantean conceptos que nosotros mismos no nos atrevemos a plantear. Ambos escriben en inglés, son la avanzada de la mal llamada literatura de la diáspora, y por suerte, cuentan con el respaldo del aparato editorial norteamericano.
Al echar una mirada sobre lo que se produce en la Isla se da la sensación de no pertenencia. El foro que podría lanzarnos -la Feria Internacional del Libro- se diluye en mil actividades y homenajes, mientras sus publicaciones son más producto de la espontaneidad que de una visión de conjunto. Ciertamente hay una iniciativa que habría que felicitar -la de la Editora Nacional-, pero la misma no está soportada por algún centro de investigaciones literarias consistente. Las ediciones se dejan a la buena voluntad de gente trabajadora, que en algunos casos acierta -como Jimmy Hungría y su trabajo sobre la obra de Pedro Peix-, pero que en otras ocasiones se diluye, como la apresurada edición de Siete ensayos en busca de nuestra expresión, de Pedro Henríquez Ureña, editado por la Secretaría de Educación.
Suceden a veces casos hasta absurdos, como la publicación en el 2000 de las obras completas de O. Vigil Díaz: A su poemario Góndolas, publicado en la imprenta Cuna de América, en 1913, se le suprimieron en aquella edición sus ilustraciones de desnudos.
¿Cómo es posible que la sociedad dominicana de 1913 haya sido más permisiva y menos alarmada que la del 2000? Los autores de aquella edición ni siquiera hicieron el señalamiento de lugar.
No es fácil pensarnos. Lo primero sería redefinir la gramática en torno a los discursos literarios y comenzar a trascender lo consabido: las glorias de Pedro Henríquez Ureña, Juan Bosch, Manuel del Cabral y Pedro Mir; el valor documental de Ramón Marrero Aristy y una novelística dominicana que no sale de los meandros trujillistas.
Más allá de estos pilares de nuestras letras, hay muchas corrientes por definir. Hay corrientes subterráneas por descubrir y sacar a flote y tal vez luego dejarlas correr sin tener que estarla viendo en nuestros manuales literarios. Pero para situar nuestras letras, hace falta el convencimiento sobre la importancia de las mismas y la voluntad por impulsar el brillo de esos espejos que realmente nos reflejan.
¿Cómo es posible que no dispongamos en la República Dominicana de una revista de estudios literarios consistente? El último intento fue de Diógenes Céspedes y sus Cuadernos de Poética (1983-2001).
La empresa resultaría desalentadora frente al panorama académico dominicano y peor aún, frente a la auto subestimación y el complejo de Guacanagarix que nos conforma.
Nuestras universidades no disponen de facultades ni de centros donde la literatura trascienda el plano docente. Nuestras editoriales son, fundamentalmente, imprentas. Hay excepciones loables, entidades que publican obras a veces trascendentes, pero al final todo se reduce a empresas individuales, esporádicas, sin diálogos ni visiones globales ni encuentros de ideas.
La literatura no vende, se nos dice. Las Letras son la cenicienta de las humanidades.
En los programas de bachillerato, los manuales explican mejor el Siglo de Oro español que las letras contemporáneas. Nuestra literatura se sigue planteando a partir de un texto al parecer insuperable: la Historia de la literatura dominicana (1956), de Joaquín Balaguer.
Hay que volver a la pertinencia de disponer de un conjunto de valoraciones sobre nuestro imaginario literario, si es que pretendemos valorar el espacio que nos corresponde en el espacio caribeño. Sólo el saber lo que se es pueden permitirnos la trascendencia añorada.