Los sacerdotes que se integraron a la Revolución de Abril fueron pocos, casi todos extranjeros, miembros de la llamada base del clero, unidos al pueblo para consolar, curar heridas, procurar alimento, techo y orientación, desafiando ametrallamientos, bombardeos, disparos. Pocos están vivos, algunos colgaron los hábitos.
Escasos clérigos dominicanos, ya citados en reportajes anteriores, lucharon también con los revolucionarios aunque perseguidos y sancionados por sus superiores.
Los altos dignatarios estuvieron prácticamente ausentes del conflicto y tanto el periódico Patria como varios autores afirman que huyeron o se colocaron al lado del interventor y de las fuerzas calificadas como leales. Párrocos nacionales abandonaron los templos que ocuparon otros curas para dar protección a los desalojados por militares nativos y norteamericanos.
Aunque criticado, atacado y amenazado por constitucionalistas, el Nuncio de Su Santidad, Emanuele Clarizio, ha sido reconocido como ente de paz entre los bandos encontrados. José A. Moreno, ex jesuita que escribió uno de los primeros libros sobre la conflagración y que estuvo inmerso en hospitales, comandos, trincheras, iglesias y principalmente en el barrio de San Miguel, apuntó que el prelado se convirtió en objetivo de la extrema derecha, cuyos miembros le acusaron de ser comunista.
El periodista Tad Szulc lo define liberal, valiente, “intrépido negociador de treguas”. Se movía en helicópteros, a pie o tras el volante de un Sedan, “vestido de blanco y con birrete rojo”.
Clarizio sostenía reuniones con Caamaño, Wessin, Benoit, Imbert, en busca de acuerdo pero algunos caamañistas lo tildan de delator. En “Santo Domingo, Guerra Patria 1965, Mis memorias, Una visión personal”, Bonaparte Gautreaux Piñeyro cuenta de la retahíla de reclamos, insultos y cuestionamientos con que una vez lo recibió Diego Guerra. “Para nosotros, monseñor Clarizio era un correveidile que recogía datos y chismes en la zona constitucionalista para llevarlos al eje San Isidro-Marina-Policía-CEFA-EE.UU”, apunta Gautreaux.
Empero, el embajador norteamericano consideraba que estaba de parte de ese bando y según asegura Szulc, hasta quiso impedir su entrada a Santo Domingo. “Había colocado un gran banderín pontificio, amarillo y blanco en el capó de su automóvil y pronto se convirtió en uno de los espectáculos más familiares en la ciudad desgarrada por la lucha”, significa el corresponsal.
Jesuitas, dominicos y el Arzobispo. En “El pueblo en armas, Revolución en Santo Domingo”, José Antonio Moreno, cubano, de la Compañía de Jesús, describe sus actuaciones y las de sus compañeros el padre Lemus, Manuel Ortega, Tomás Marrero, cubanos también. Otro jesuita que ofreció servicios en la refriega fue el padre Alberto Villaverde.
Gautreaux destaca, por su lado, a Emilio Lapayese del Río, Juan José Cerceda, Miguel Ángel Chávez y Fray Crispín de Alcalá, españoles. Reproduce a Cayetano Rodríguez del Prado, quien escribió que Crispín “instaló una ametralladora en la azotea de la iglesia de Santa Bárbara”.
Monseñor Octavio Antonio Beras es enaltecido por unos y combatido por otros que aseguran que no desempeñó un papel patriótico. Bonaparte se le quejó por haberlos dejado “huérfanos de su presencia” y le reclamó “su silencio ante acusaciones mendaces, injuriosas, claramente fabricadas por los Estados Unidos: que habíamos violado el sagrario de la Catedral de Santo Domingo y arrojado los ornamentos sagrados al piso, que habíamos violado las monjitas del convento de Santa Clara, entre otras barbaridades”.
Él respondió que más lo necesitaba su grey de aquel lado, apunta Gautreaux quien le replicó: “Más lo necesitábamos nosotros”.
A favor de Beras escribió Tad Szulc: “El arzobispo de Santo Domingo, Octavio Beras, y el cuerpo diplomático hicieron un llamamiento conjunto al general Wessin para pedirle que interrumpiera los ataques aéreos dado el gran número de bajas registradas”. Destaca que el Primado encabezó la declaración de cinco obispos urgiendo “un gobierno provisional presidido por un ciudadano patriótico y apoyado por los hombres de buena voluntad de ambos bandos”.
Dentro de la misma iglesia se le acusa de haber huido cuando viajó a cumplir compromisos en Roma. No obstante, al reseñar el funeral del padre Arturo MacKinnon, asesinado en Monte Plata el 22 de junio de 1965, Emiliano Tardif escribió”. “Fue el Nuncio Apostólico en Santo Domingo, Monseñor Emanuele Clarizio, que, vista la ausencia del Arzobispo Metropolitano, Monseñor Octavio Beras que se encontraba en Roma, comunicó al Superior de los Padres Scarboro la triste noticia…”.
Sacerdotes con la Patria. Manuel Ortega, José Antonio Moreno, Tomas Marrero y el padre Lemus se ubicaron en las iglesias de San Miguel, San Lázaro y Del Carmen que habían sido abandonadas por los curas locales “apenas estalló la Revolución” y las convirtieron en centros de distribución de comida. La gente hacía filas mientras de los camiones diligenciados por ellos descendían alimentos de CARE y Caritas que distribuían en fundas.
Moreno, entonces de 37 años, y Marrero, asistieron heridos en el hospital Morgan donde habilitaron un área para refugiados, y auxiliaban a médicos tratando consolar parientes afectados e imponer organización. Dieron de comer a bebés en brazos de sus madres desesperadas. Con el motor de un Volkswagen y el generador de una ambulancia suministraron energía en la sala de operaciones en penumbra.
Cruzando barricadas Moreno compró plátanos en Villa Consuelo con sus únicos 13 pesos porque el criollo se resistía a consumir la harina de maíz, el trigo y la leche que proporcionaban la Cruz Roja y el Cuerpo de Paz. En el Moscoso Puello, donde donó sangre, y con la ayuda de Lemus, ofreció otras colaboraciones. Lemus se encargó de los heridos.
Después estuvo en el hospital Morgan donde apreció la dedicación y el coraje de monjas españolas, sorprendido de que otras religiosas de su comunidad no las ayudaran o reemplazaran. “La iglesia Católica –como organización- simpatizaba con los leales, lo cual explica el poco interés de muchas hermanas para trabajar en la zona rebelde”.
En la clínica del doctor Eduardo Dinzey, Moreno diligenció los servicios de 13 médicos que atendían al cada vez más creciente número de pacientes.
Curas combatientes. A curas que se instalaron en el Convento, San Miguel y Santa Bárbara se atribuye haber estado en el puente Duarte “socorriendo heridos y ofreciendo la extremaunción a combatientes y soldados que murieron en combate”, anota Gautreaux, y critica a los clérigos dominicanos “que abandonaron las sedes eclesiales”, celebrando las actuaciones del padre Mantilla, párroco del Convento de los Dominicos, Cerceda, Chávez, Lapayese y Crispín de Alcalá, de Santa Bárbara, con quienes asegura haber tenido buenas relaciones.
A pesar de su invaluable participación en la Guerra Patria, que además incluyó vacunación, formación de centros de Derechos Humanos, creación de escuelas provisionales, búsqueda de enfermeras y facultativos, Moreno reconoce que él y sus compañeros no lo hubieran logrado sin la ayuda del pueblo identificando comandantes, muchachos y muchachas de los barrios.
Por tan elevados servicios al país, estos sacerdotes deberían ser reconocidos en un homenaje común designando una vía de la capital como “Sacerdotes de la Revolución de Abril”, colocando en su centro una tarja con sus nombres y los de los pocos dominicanos que aunque no cayeron en la acción expusieron sus vidas por la soberanía.