Salomé Ureña: crónica de gloria y dolor

Salomé Ureña: crónica de gloria y dolor

La historia recoge perfectamente, con testimonios de primera línea, cuáles  de los hijos de Salomé Ureña –fundadora y revolucionaria de la educación superior de la mujer dominicana– recuerdan a la insigne maestra y poetisa en sus últimos días de dolor con mayor fuerza y arraigo nostálgico.

A través del tiempo se conservan dos testimonios de primer orden. El de Pedro, formado en el hogar, con la madre siempre como una fuerte presencia tutelar; y el de Maximiliano Adolfo, el tercer hijo varón del matrimonio.

Veamos, en ese mismo orden (salvo el caso de Fran, que no escribió nada de las horas tristes de Salomé), los testimonios y recuerdos que dejaron ellos sobre la amada madre.

Pedro Henríquez Ureña.  “Los últimos dolores de su enfermedad herían mis nervios y los días de su muerte y su entierro fueron para mí de inconsciencia y estupor; sobre todo, la presencia fría de ella, el ser que para mí tenía más vida y más realidad… La multitud sofocante del entierro y luego el camino con paradas frente a las casas donde habíamos vivido y donde estuvo en Instituto de Señoritas, cuyas antiguas alumnas concurrieron casi todas al acto de inhumación, en la bóveda del viejo templo de la Merced y los discursos pronunciados, y la inesperada y vibrante poesía de José Joaquín Pérez, todo ello se envolvió para mí en niebla.”

Max Henríquez Ureña:  “Desde el nacimiento de nuestra hermana Camila, el estado de salud de nuestra madre se agravaba de día en día, razón por la cual ella se había decidido a cerrar el plantel de enseñanza que había fundado quince años antes y que había dado al país un valioso contingente de maestras normales, que por su capacidad y preparación prestaron una contribución de primer orden a la cultura general y, en especial, a la de la mujer dominicana. Mi padre había resuelto (…) que llevar a Cabo Haitiano a mi madre, en quien la tuberculosis hacía rápidos estragos, era someterla a un esfuerzo demasiado fatigoso, pues sólo había vapores directos hasta Puerto Plata. Mis padres optaron por una solución intermedia: mi madre quedaría con Pedro y conmigo en Puerto Plata, cuyo clima era agradable y sano, y después se vería si era posible que continuara el viaje hasta Cabo Haitiano.

“Mi madre se sentía cada vez peor y tomó la resolución de regresar también a su ciudad natal, con el presentimiento de su próximo fin. Mi padre se apresuró a acudir a su lado para prestarle su constante auxilio, pero ella sólo sobrevivió unas semanas más”.

No recuerda mucho Camila de su madre, Salomé Ureña, que murió en 1897, cuando ella apenas sobrepasaba los tres años.

Cuando niña.  En su infancia era muy locuaz, conversaba mucho con la madre, pero ya de adulta los recuerdos que guardaba de ella provenían, asegura, de los relatos que le hacía su hermano Pedro.

La única hermana de la poetisa y educadora, Ramona Ureña Díaz, nunca se casó, y no dejó descendencia.

Murió en Santiago de Cuba, en 1936, a la edad de 88 años. Igual destino y larga vida correspondería a Salomé Ureña, de no ser por la enfermedad que traicionó su naturaleza y la postró en cama hasta el momento de la hora final, que ocurrió el 6 de marzo de 1897.

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