Salud, dinero, amor y especias

Salud, dinero, amor y especias

POR CAIUS APICIUS
MADRID (EFE).-
La búsqueda y conservación de la trilogía formada por la salud, el dinero (el poder) y el amor (el sexo) ha sido una constante de la actividad humana desde la mismísima aparición de la especie en el planeta; esas tres cosas han sido siempre algo así como el símbolo de la perfecta felicidad.

La humanidad no ha regateado medios para garantizarse esos bienes. Los ha buscado por todos los medios. Y uno de esos medios era, para los europeos de la Edad Media y el Renacimiento, el consumo probablemente desaforado de especias.

Se ha dicho y escrito muchas veces que las especias, en aquellas épocas, servían sobre todo para disimular los olores de unas materias primas –carnes, pescados…– que no estaban en perfectas condiciones, cosa que se presume habitual entonces juzgando con nuestros actuales parámetros.

Pero los parámetros medievales o renacentistas no eran los mismos que los actuales, por una parte; y, por otra, la verdad es que ya desde tiempos de los romanos la conservación de los alimentos en las mejores condiciones posibles era una de las mayores preocupaciones. En cualquier caso, un europeo de los siglos XV o XVI reaccionaba ante un alimento que no olía bien exactamente igual que lo hacemos nosotros: tirándolo a la basura.

Pero las especias tenían un gran prestigio. Por un lado, eran algo exótico, caro; eran un signo de riqueza. Cuando un gran señor invitaba a un banquete y su cocinero se mostraba parco en el uso de las especias –y por entonces tenía consideración de especia incluso el azúcar– se le consideraba tacaño, mezquino. Las especias eran una señal de poder.

Por otra parte, en aquellos siglos la mejor medicina del mundo era la árabe; los árabes eran los auténticos continuadores de los saberes griegos y romanos. Las especias formaban parte importante de la farmacopea árabe, así que de ahí a considerarlas una especie de panacea universal no había más que un paso, que naturalmente se dio.

Y, además, en las narraciones árabes –piensen en «Las mil y una noches»– abundaban las descripciones ponderativas de los harenes de los que gozaban algunos sultanes, sultanes que, según se desprendía de dichas narraciones, se las arreglaban muy bien para satisfacer a todas las integrantes del serrallo. Es así que la dieta de dichos sultanes era rica en especias, ergo… las especias fueron consideradas un activo afrodisíaco, sin serlo, claro.

O sea que las especias eran un signo de riqueza y poder, una panacea, un remedio para casi todo, y una especie de filtro amoroso, un potente afrodisíaco. ¿Cómo no iban a querer hartarse de ellas aquellos antepasados nuestros?

Hay más cosas, claro; el gusto, el paladar. A los romanos, y a muchos europeos de las épocas citadas, les gustaban los sabores fuertes. Ocurre como ahora; hay pueblos que tienen el paladar hecho al picante, y lo echan de menos cuando no lo tienen; es el caso, por ejemplo, de un mexicano que viaja a España: suele quejarse de que la comida española «no le sabe a nada». Le faltan chiles.

En general, hoy somos mucho más moderados en el uso de las especias, que son o deben ser un matiz de un plato, no sus protagonistas. Lo que no ha cambiado es lo principal: la salud, o la buena forma física y estética; el dinero, que da el poder, y eso que llamamos amor cuando queremos decir sexo, siguen siendo muy poderosos motores; los mismos que, hace más de cinco siglos, llevaron a Colón a buscar las Islas de las Especias por la ruta occidental.

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