Salud y educación

 Salud y educación

 JOSÉ LOIS MALKUN
En la década de los 70 comenzaron a publicarse cientos de informes que mostraban la alta correlación que existía entre el desarrollo económico y la educación. Los organismos internacionales protagonizaron una fuerte campaña en pro de la educación donde reconocidos expertos en la materia exponían los resultados de sus trabajos. La mayoría de ellos eran economistas porque la tesis sobre la educación era más que nada para explicar las causas del subdesarrollo.

Algo que parecía evidente pero que no estaba lo suficientemente cuantificado.

Sin embargo, una amplia base de datos sobre un conjunto de variables económicas, con series históricas suficientemente largas, permitió realizar refinados análisis estadísticos que dejaban claramente establecido como el nivel de educación explicaba el comportamiento de la productividad, el ingreso, el empleo, la tecnología y el bienestar general de la gente. También lo relacionaban con otras variables no económicas dando los mismos resultados.

Fue así como la educación se convirtió en el tema más sonado del tercer mundo. Y dejó un poco en la sombra a otros sectores, como el de la salud, lo que es inexplicable.

Mientras tanto, los organismos internacionales comenzaron a promover reformas legales en educación sugiriendo fijar un porcentaje del presupuesto para este sector. Así lo hicieron en casi todos los países. Por su parte, los tecnócratas repetían lo mismo. Sin educación no hay desarrollo. La educación es la base del progreso. Promover la educación es el camino para el cambio, etc. etc. etc. Y no había discurso presidencial tercermundista que no destacara la educación y la convirtiera en el pilar de su programa de Gobierno.

 El problema es que la salud y la educación, por si solas, no van a ningún sitio. Y esto sucede porque ambas son parte de un complejo y entramado embrollo institucional que está interrelacionado en el tiempo y en el espacio. Y si ese embrollo no se reorganiza y se moderniza, definiendo una estrategia coherente de optimización de los recursos y de eficiencia en los servicios, no habrá ninguna posibilidad de cambiar nada.

Supongamos que le asignamos a la educación el 30% del presupuesto del 2007 (el doble del actual), bajo las actuales circunstancias. ¿Qué cree usted que sucedería? Lo primero es que les aumentarían los sueldos a todo el mundo, sin medir diferencias. Después se triplicaría el personal administrativo de la Secretaría de Educación, lo cual es entendible en nuestro medio aunque sea una barbaridad. Lo tercero, es que se modernizarían las oficinas con equipos de alta tecnología, vehículos nuevos, remodelaciones de los espacios y compra de mobiliario más acorde con la remozada estructura física. En cuarto lugar, aumentarían las donaciones de libros, se ampliaría el desayuno escolar, se distribuirían más bicicletas, se arreglarían muchas escuelas y se comprarían miles de pupitres nuevos. La prensa hablaría todos los días del tema y de los logros del Gobierno en la educación.

Pasado 5 años usted querrá saber como esta heroica medida de asignar el 30% del presupuesto a la educación pública incidió en los niveles de escolaridad, deserción, aprendizaje y nivel de enseñanza. Y para su sorpresa se dará cuenta rápidamente que las mejorías observadas en esos niveles son mínimas o imperceptibles comparado con el caudal de recursos invertidos. Aplicando a la salud el mismo ejemplo, los resultados serían exactamente igual. Y usted se preguntará ¿Entonces donde esta el problema?

Lo repetiré por enésima vez. Es un problema de organización. Mientras no haya una reforma amplia y profunda del Estado, nada se logrará con aumentar presupuestos, invertir en infraestructura o gestionar préstamos para estos sectores. Mientras más recursos se le asignen a educación o a salud, mayor será el dispendio y la corrupción. Asimismo, aumentará el grado de ineficiencia de estos servicios públicos ya que tendrán un mayor costo sin mejoras en la calidad.

Porque todo se trata de organización. Y la reorganización de un Estado implica profundas reformas institucionales y estructurales. Implica, asimismo, definir políticas públicas integradas en materia económica y social, que estén amarradas con un creíble Programa de Gobierno y con el presupuesto de la Nación. Implica una administración financiera transparente y una gestión eficiente. Implica una fuerte racionalidad en el gasto público y una reducción drástica de la parasitaria empleomanía oficial. Como

también implica acabar con el clientelismo y la politiquería. Con la demagogia barata. Con la impunidad y la bellaquería. Con el chantaje y el engaño.

Hay que superar la bancarrota institucional en que vivimos y promover un Estado moderno que es lo único que necesitamos. El resto camina solo. Las piezas irán encajando gradualmente en su lugar. El horizonte se despejará. Y nos daremos cuenta de inmediato que con los recursos que tenemos podemos hacer maravillas. Podemos bajar los impuestos. Asumir la deuda del Banco Central para que, en 15 o 20 años, ésta se pague sin traumas. Podemos mejorar el servicio eléctrico y la Seguridad Social. Y de repente, la salud y la educación, comenzarán a mostrar mejores resultados con el mismo presupuesto que tienen ahora.

 Porque todo es un problema de resultados. No se puede dar nada a cambio de nada. Hay que mostrar resultados. Pero nadie es capaz de hacerlo. Mientras tanto, la distinguida secretaria de Educación sigue culpando a las autoridades pasadas de las deficiencias del sistema ya que no tiene otra cosa que hacer. Y no se sorprendan si acusan al doctor Soldevilla de la epidemia de Dengue que nos azota. Así se escribe nuestra historia institucional día tras día.

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