Todos los días tienen veinticuatro horas; tal vez todos los días sean iguales para los astrónomos. Pero, para el vivo que vive los días, cada día tiene su música propia, colores y olores diferentes. No es lo mismo un día soleado que uno lluvioso. Las emociones con que afrontamos el paso de los días, determinan el éxito o el fracaso de nuestras vidas completas. Pasan los días, los meses, los años; su balance contable, su recuento memorial, constituye nuestra biografía, acumulada o aglomerada en trozos temporales de satisfacción o de enojo. El lancetazo emocional del viernes, repercute en la digestión del sábado; las alegrías del sábado facilitan los buenos sueños del domingo.
Está en las manos de los hombres planear una parte del “contenido” de los días; una parte, solamente, pues en la interminable cadena de causas y efectos que gobiernan el mundo, somos hojas secas movidas por el viento. Sin embargo, es posible que empecemos el día bebiendo un café, mientras leemos un poema; por ejemplo, “Esta canción estaba tirada por el suelo”.
Según el poema de Mieses Burgos, cuando un hombre alcanza el dominio de su voz puede descifrar algunos misterios impenetrables del universo. Es una sabiduría inexplicable, que no es filosófica, ni matemática, ni “estocástica”, ni adivinatoria.
Después que el poeta logra apropiarse de su canción, “que estaba tirada por el suelo”, afirma: “pero ahora ya se de las formas distintas/ que preceden al ojo de la carne que mira,/ y hasta puedo decir por que caen de rodillas,/ en las ojeras largas que circundan la noche,/ las diluidas sombras de los pájaros”. ¿Existen “formas distintas que preceden al ojo de la carne que mira”? ¿Distintas de qué? ¿Cuál es esa precedencia de la carne del ojo?
Para salvar un día de arduo trabajo y de interrupciones necias, a veces basta con un concierto de castañuelas o el “Rondó a la turca” de Mozart. Si la tensión ha sido muy fuerte, se justifica entonces recurrir al poema o a la contemplación de paisajes marinos. Y ahí está el problema de nuestro tiempo; hemos sacado de nuestras vidas la dimensión contemplativa. No escuchamos con atención, ni tampoco miramos en paz las montañas.