San Carlos

San Carlos

PEDRO GIL ITURBIDES
A propósito de un comentario que me hiciesen amigos sobre la tensión criminal en San Carlos, rememoré el San Carlos de mis primeros años. En la glorieta de su parque alcancé a ver a Rafael L. Trujillo el día del sepelio del eminente hombre público don Manuel Arturo Peña Batlle. Su casa paterna se hallaba en la calle Eugenio Perdomo, y conserva hoy, atenuados por el tiempo, los rasgos que fueron propios de una arquitectura decimonónica.

Era la primera vez que contemplaba, fuera de las fotografías de los diarios, la figura de quien, entonces, personificaba al Estado mismo. Estaba tranquilo, con el bastón de mando entre las manos, rodeado del séquito integrado por varios colaboradores.

Hoy, no sólo porque la glorieta fue destruida tras la última reconstrucción del parque en el decenio de 1970, le sería imposible permanecer un minuto en el lugar.

 No lejos, a menos de cien metros, en la casa dela Eugenio Perdomo, velaban el cadáver de don Chilo.

 El lugar se encontraba lleno de dolientes y amigos, y en las cercanías del parque se arremolinaban las curiosas gentes del pueblo. No asistían al velatorio, sino que deseaban ver a Trujillo. Tal vez aquella tarde las familias no sacaron sus mecedoras a las aceras.

La Villa Blanca, la Villa de los Isleños, guardaba luto por la muerte a destiempo de un hijo preclaro. Porque entre todos los nombres de pila y familiares del San Carlos de esos años, y de días posteriores, el de don Chilo resonaba para orgullo colectivo.

 Niño curioso, me hallé de pronto en la acera sur de la calle María Nicolas a Billini, que corre por estelateral de la iglesia consagrada a San Carlos Borromeo, y del parque vecino. En aquellos años, entre el parque y el templo corría un trecho de la calle Trinitaria. San Carlos era tierra de familias como los Peña-Batlle, Piantini del Castillo, Guerra del Prado, Rodríguez del Prado, una rama de los Ricart, y los Regús. Todos eran orgullosos descendientes de los canarios llegados a la colonia a fines del siglo XVIII. Mezclados con ellos, en su terruño, se asentaron familias libanesas y palestinas de cristianos coptos, que fueron aceptados como de ese suelo. Las más conocidas lo fueron las de los Schecker y los Neder. No faltaron por supuesto, banilejos, que también se aposentaron allí como en su casa. En mis recuerdos están los Andujar, Ortiz, una rama de los Pimentel y los Soto. Pero de ese San Carlos no quedan ni los recuerdos. Punta de un iceberg que comienza a plegar la República del trabajo, el San Carlos de estos días es suelo minado. La policía ha cambiado, en más de una ocasión, los hombres acargo de salvaguardar la tranquilidad de los residentes. Pero de nada ha valido este remedio, pues quienes viven en el filo de la navaja logran cortar con pericia todo residuo de la ley. Y la vuelven añicos. ¡Qué San Carlos más tremendo, ese San Carlos de estos tiempos! Y quien compara los dos San Carlos de los que hablamos tiene derecho a preguntarse si es que allí, en la Villa Blanca, el orden público sucumbió. Y la insinuación que deriva de esta interrogante, tiene asidero. Porque yaningún miembro de una familia de gente de trabajo se atrevea sacar sus mecedoras a la acera, como era propio de los viejos días. El temor distingue a los moradores que guardan atisbos de las añosas costumbres. La otra pregunta que prevalece impronunciable, también por temor, es cómo lograron los maleantes, tener mayor poder que los agentes policiales. Las especulaciones son muchas. Y casi todas se entroncan con ese modo tan peculiar del dominicano, que le permite ser permeable a la vida holgada. Por supuesto, si crecen o se expanden los recelos y angustias, podemos estar seguros de que la República será derrotada por el crimen. Cabe pues que se tome a San Carlos como ejemplo de recuperación. Que los bandoleros y truhanes sepan que aún los grandes témpanos se derriten. Y que este iceberg no esexcepción a una regla que es verdad que está rota, pero que puede ser pegada con cola de zapatero.

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