Tras el desastre, la consecuencia que más vehementemente debe reclamarse, por justicia y respeto a una nación y a la propia ciudad del entrañable Sur, es la de lograr para una y otra un porvenir sin alto riesgo de destrucción en su día a día por manejo de sustancias inflamables. El camino de más certeza para los desagravios incluye, lógicamente, establecer responsabilidades hasta en el más mínimo detalle por comportamientos deliberados o de negligencias incluyendo la que pudieran haberse cometido desde investiduras de compromiso con el Estado y la sociedad. En cualquiera de los dos sentidos, y vista la gravedad de los resultados, procederían sanciones de diferentes grados de severidad, únicas que augurarían, ejemplarizantes, la disuasión llamada a inspirar confianza.
El estruendo con intensa dispersión de llamas y caída de paredes y techos en San Cristóbal ha venido a agregar, con sensible desaparición de vidas inocentes y toneladas de escombros, un extendido registro de desgracias similares por incumplimientos de controles que han venido negando institucionalidad.
Culpas de autores materiales presentes y de quienes con permanencia han faltado a sus deberes desde los entes encargados de supervisar diversos establecimientos en zonas habitadas para anular peligros y sancionar. Si no se comienza desde ahora a proceder eficazmente contra vacíos de autoridad de mayúsculos perjuicios a las comunidades, estas muertes y pérdidas materiales habrían sido en vano.