San José de Ocoa

San José de Ocoa

DONALD GUERRERO MARTÍNEZ
Vuelva el senador Pedro Alegría Soto sobre sus pasos. Arrepiéntase, armándose de la humildad necesaria para reconocer su desatino. Doble sus rodillas sobre la tierra, dándose tres golpes en el pecho para pedirle perdón al amado P. Luis.

Vuelva sobre sus pasos y retire, si es que no lo ha hecho cuando lea estas líneas, el proyecto de ley con el cual pretende el absurdo de cambiar el toponímico secular que denomina a la feraz comarca que nos vio nacer.

Que se arrepienta, si es que tiene la humildad necesaria para ello, de haber concebido el inaceptable propósito de cambiarle el nombre a San José de Ocoa, porque el mismo implica una irreverencia religiosa. Para la feligresía católica, de la cual se supone forma parte el senador, San José es el esposo de la Virgen María, madre de Dios. Es inconcebible que se piense colocar el nombre del amado P. Luis por encima del de un símbolo del santoral católico.

Y doble sus rodillas pidiéndole perdón al sacerdote recientemente fallecido, por esa irreverencia que ofende.

La memoria de quien fuera regalo de Dios a San José de Ocoa.

Quienes conocemos la modestia con que vivió el P. Luis, una casa de madera desvencijándose por los años, con sólo cuatro merecedoras, sabemos que aquel bienhechor de tantas gentes no era hombre de recocijarse con manifestaciones físicas que nunca aventaron su ego.

El homenaje supremo que hay el deber de ofrendarlo al amado P. Luis, con vocación de perennidad, se limita al mantenimiento con entrega absoluta y conciencia devocacional, de los programas comunitarios con los cuales forjó el desarrollo de muchas comunidades ocoeñas para que sus pobladores vivieran mejor.

Estaba fuera del país cuando se conoció la noticia de su infausto deceso. Me enteré por la lectura de ediciones digitales de los medios. Estoy entre quienes se sintieron apenados. Habíamos hablado la última vez un domingo de junio, luego de finalizada la misa de novenario de doña Colombina, esposa que fue de don Rubén Díaz. Aunque sabíamos de su enfermedad, lucía saludable, animado, siempre cordial conversador. No tuve con el P. Luis la cercanía que les fue posible cultivar a otros compueblanos, aunque muchas veces compartí su conversación en una de las mecedoras en el que fue siempre su humilde habitat.

Mis contactos con el P. Luis fueron más frecuentes en los años 70.

Eran los días de auge de la Asociación de Ocoeños en Santo Domingo, desaparecida por la «democracia» ejercida por algunos jóvenes con afiliación política que la desviaron de los laudatorios fines que él le dieron tan encomiable origen.

En actividades pro recaudación de fondos, el P. Luis echó manos muchas veces de su guitarra para acompañarse en la interpretación de sus canciones, y lo hacía con tanto entusiasmo como el que vivía al conducir un tractor en los campos ocoeños beneficiados por su labor sin descanso.

En mis días de labores como funcionario del Banco Central tuve oportunidad de encaminar con éxito solicitudes suyas de ayuda económica de las muchas que acopiaba para impulsar sus labores.

Recuerdo, agradecido, que el P. Luis tuvo la gentileza de venir a la Capital para hacer la invocación a Dios en el acto de puesta en circulación de mi libro Otras Luces Leonísticas.

Estoy, con estas líneas, manifestándome como amigo personal del P. Luis, cuya partida me tiene, como a muchísimos, en luto simbólico.

Pero también estoy, se muy bien que no como golondrina solitaria, radicalmente opuesto a que su bien recordado nombre sea utilizado para un propósito politiquero simplemente infeliz.

A la grandeza del P. Luis como religioso y como persona no le hace falta ninguna manifestación oportunista. Era tanta, que para cumplir su voluntad, el costoso ataúd que trajo sus restos fue desechado, para ser sepultado en uno de pino rústico, y fue cumplida también su voluntad de que lo enterraran, puestas las botas que llevó a su paso cotidiano por caminos, callejones y veredas, y que cruzaron pantanos y lodazales, ríos y arroyos, en una labor samaritana ejemplar, patentizada en barrios, escuelas y clínicas y acueductos rurales y caminos vecinales.

La secular denominación de San José de Ocoa a nuestro terruño es inalterable. Y debe ser respetada. Nadie, absolutamente nadie, debe sentirse con derecho a sustituirla.

Pienso que es el sentimiento de muchas gentes que tenemos el ombligo enterrado en esas tierras.

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