San José, el “Santo del Silencio”

San José, el “Santo del Silencio”

POR LEONOR ASILIS
Desde los primeros siglos, los Padres de la Iglesia, inspirándose en el Evangelio, han subrayado que San José, al igual que cuidó amorosamente de María y se dedicó con gozoso empeño a la educación de Jesucristo, también custodia y protege su cuerpo místico, la Iglesia, de la que la Virgen Santa es figura y modelo.

En el centenario de la publicación de la Carta Encíclica Quam quam pluries, del Papa León XIII, y siguiendo la huella de la secular veneración a San José, deseo presentar a la consideración de vosotros, queridos hermanos y hermanas, algunas reflexiones sobre aquel al cual Dios “confió la custodia de sus tesoros más preciosos”. Con profunda alegría cumple este deber pastoral, para que en todos crezca la devoción al Patrono de la Iglesia universal y el amor al Redentor, al que él sirvió ejemplarmente.

De este modo, todo el pueblo cristiano no sólo recurrirá con mayor fervor a San José e invocará confiado su patrocinio, sino que tendrá siempre presente ante sus ojos su humilde y maduro modo de servir, así como de “participar” en la economía de la salvación. Considero, en efecto, que el volver a reflexionar sobre la participación del Esposo de María en el misterio divino consentirá a la Iglesia, en camino hacia el futuro junto con toda la humanidad, encontrar continuamente su identidad en el ámbito del designio redentor, que tiene su fundamento en el misterio de la Encarnación.

Precisamente José de Nazaret “participó” en este misterio como ninguna otra persona, a excepción de María, la Madre del Verbo Encarnado. El participó en este misterio junto con ella, comprometido en la realidad del mismo hecho salvífico, siendo depositario del mismo amor, por cuyo poder el eterno Padre “nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo” (Ef 1, 5).

Estas fueron las palabras de presentación de la exhortación apostólica Redemptoris Custos, del Papa Juan Pablo II, sobre la figura y la misión de San José en la vida de Cristo y de la Iglesia, la cual proponemos encarecidamente su lectura para su conocimiento pero sobre todo para su devoción.

Y es que San José nació para ser sombra: la sombra del Padre. Fue escogido para ocultar el misterio de la encarnación. De ahí su silencio. Sin embargo, es un silencio con sonido, un silencio profundo porque ante el misterio en el que estaba inserto fue colocado en una situación privilegiada.

A San José lo recordamos como descendiente del linaje de David (Mt 1,20 y Mt 13,55), la estirpe humana de la que nació Jesús. Pero por encima de todo lo tenemos en el recuerdo por su fe, por su fidelidad y por el deseo de querer seguir los deseos de Dios por muy difíciles e increíbles que parecieran.

Hay que tener fe, para asumir la misión que tuvo que cumplir. Empezando por decir que según las leyes de aquella época, si una mujer quedaba embarazada de otra persona que no era su novio, podía morir apedreada si éste la denunciaba. José se convierte en un hombre justo y fiel a Dios, creyendo y cumpliendo los designios divinos.

Tras asumir la paternidad de Jesús con todas sus consecuencias, enseguida se encuentra frente a otra decisión, igualmente difícil: marcharse de Belén para salvar a Jesús ante la ira de Herodes que ordena matar a todos los niños cuando él cree que el niño que ha nacido (Jesús) le va a tomar el trono (Mt 2,13).

Una vez fallecido Herodes, un ángel del Señor se apareció de nuevo a José y le invitó a regresar a su Tierra, más concretamente en Nazaret para iniciar allí la historia de su hijo, la del Hijo de Dios. A partir de entonces, José sale muy poco en los evangelios, el caso más relevante es el de la peregrinación a Jerusalén, donde va acompañado de su esposa y de Jesús. En aquellos momentos, Jesús solo tenía 12 años y se le pierde de vista a sus padres. ¡Cuanta angustia debieron sufrir ante la tremenda responsabilidad de su custodia! Pero cuanta alegría debieron sentir al descubrirle en su faceta de mensajero de Dios discutiendo con los doctores de la ley. (Lc 2,41-59).

San José es por excelencia el patrón de los carpinteros, y por extensión, lo es también de todas aquellas personas que trabajan en oficios manuales.

Así mismo, el Papa Pío IX lo declaró en 1870, patrón de la Iglesia Católica universal. También es el patrón de los seminarios católicos, de ahí que la Iglesia Católica celebre el domingo después a esta festividad el “Día del Seminario”.

En 1955 el Papa Pío XII, instituyó la fiesta de San José Obrero el día primero de mayo para cristianizar la Fiesta del Trabajo, es por tanto, el patrón de todos los trabajadores.

La devoción popular ha creído que San José murió en brazos de Jesús y de María, motivo por el cual se le pide auxilio para tener una buena muerte.

También, se le otorga la protección de los padres de familia y de las personas indecisas.

Finalmente, nos hacemos eco de una bella oración a su patrocinio en este día especial, 19 de marzo que se celebra su fiesta:

“San José, tú has sido el árbol bendito por Dios, no para dar fruto, sino para dar sombra; sombra protectora de María, tu esposa; sombra de Jesús, que te llamó padre y al que te entregasteis del todo. Tu vida, tejida de trabajo y de silencio, me enseña a ser eficaz en todas las situaciones; me enseña sobre todo, a esperar en la oscuridad, firme en la fe. Siete dolores y siete gozos resumen tu existencia: fueron los gozos de Jesús y de María, expresión de tu donación sin límites. Que tu ejemplo me acompañe en todo momento: florecer donde la voluntad del Padre me ha plantado… saber esperar, entregarme sin reservas hasta que la tristeza y el gozo de los demás sean mi tristeza y mi gozo”. Amén. 

Leonor.asilis@verizon.net.do

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