San Valentín y la gastronomía

San Valentín y la gastronomía

POR CAIUS APICIUS
MADRID (EFE).-
A diferencia de lo que ocurre con tantas fiestas de hondo arraigo popular, no parece que la forzada y consumista celebración de San Valentín como patrón de los enamorados haya generado ninguna tradición gastronómica.

Bueno; salvo que consideremos ‘tradición gastronómica’ esas espantosas y muy anglosajonas cajas de bombones en forma de corazón, regalo capaz de justificar por sí solo una ruptura de relaciones. O sea que no, que no hay gastronomía ‘sanvalentiniana’.

Tampoco es demasiado extraño; ya se sabe que el lema de los enamorados, en estas cosas de comer, venía siendo el clásico ‘contigo, pan y cebolla’; claro que en los viejos cuentos de hadas, cuando se glosaba el final feliz de las peripecias de los protagonistas se acababa casi siempre con el ‘fueron felices y comieron perdices’. Hay que suponer que entre el pan con cebolla y las perdices estofadas caben unas cuantas posibilidades.

Yo propondría como plato de San Valentín uno que tuviera la paloma como protagonista. Lo ideal sería la tórtola, ejemplo y símbolo de fidelidad conyugal incluso más allá de la muerte; pero la tórtola es un ave migratoria que presenta el inconveniente de que hay que abatirla a tiros, y tiros no demasiado fáciles dadas las características de su vuelo. Eso sí, alberga el mejor sabor de todas las palomas.

Las palomas han simbolizado muchísimas cosas en la historia, desde la paz –y vaya uno a saber por qué– hasta la pureza, cosa divertida en un animalito bastante rijoso. Ha estado consagrada a Afrodita, lo cual parece lógico, y ha llegado a ser la imagen del Espíritu Santo, cosa en la cual, francamente, ya me pierdo.

Pero ni sus virtudes como mensajera ni su alto valor simbólico la han salvado jamás de la cazuela; en este año ‘quijótico’ les recordarán muchas veces lo de ‘algún palomino de añadidura los domingos’ en la dieta de don Alonso Quijano. Palomino: ésa es la clave, porque ni se les ocurra intentarlo con las sucias y molestas palomas que sirven de ornamento –¿quién se lo creerá aún, a estas alturas?– de parques y jardines.

O sea: pichones. De palomar, que tener palomar y criar pichones siempre fue signo de hidalguía. Ustedes preparen dos pichones para la parejita homenajeada. Separen muslos por un lado y pechugas por otro, dejando alas y carcasas para preparar ulteriormente un buen consomé.

Pongan una cucharadita de aceite en una sartén y hagan ahí los muslitos hasta que queden externamente bien crujientes, cosa de cinco o seis minutos. Resérvenlos al calor. Por otra parte, cuezan en agua unos cien gramos de higos secos. A los diez minutos, escúrranlos, reservando un poco del agua de cocción, y mójenlos con una copita de ron. Aparte, cuezan una manzana, troceada, hasta que esté bien blanda. Unanla a los higos y trituren todo junto, añadiendo un poco del agua reservada si fuere necesario.

Listo todo, pongan en la sartén las pechugas, con el lado de la piel hacia abajo, y háganlas a fuego fuerte dos minutos; denles la vuelta y háganlas un minuto más por la parte interna. Sin más dilación, a los platos, donde se encontrarán nuevamente con los muslos y decoraremos el conjunto con un cordón de puré de higos… con el que nadie, salvo el buen gusto, les impide dibujar un corazón, y hasta dos, si están particularmente empalagosos.

Pero prueben los pichones a la sartén, y ya verán cómo convienen conmigo en que hacen un magnífico plato para el ‘día de los enamorados’… que, digo yo, deberíamos celebrar a diario en la intimidad.

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