Sangre tiñe el cielo de Santiago

Sangre tiñe el cielo de Santiago

FABIO R. HERRERA-MINIÑO
Con serias preocupaciones, muchos medios y analistas de la situación nacional, venían observando con temores bien fundados la escalada de violencia que experimentaba Santiago y sus comunidades vecinas, y a cada momento sobresalía el aumento de los hechos delictivos que afectaban a todos los sectores sociales de esa progresista región dominicana.

Ya no eran las frecuentes alteraciones de la paz urbana y social de Licey y Navarrete, que con una frecuencia muy estudiada, estallaban con exactitud para alterar por días el desenvolvimiento siempre arrojaban pérdidas económicas cuantiosas, y a veces, la sangre teñía el pavimento de las calles, y así el desorden cobraba su cuota en las protestas infundadas y acompañadas de una anarquía con el sabor de ideas políticas trasnochadas y superadas por la globalización y la interrelación de los pueblos de la Tierra.

Pero la delincuencia ha ido en aumento y la agresividad de los antisociales se ha ido esparciendo por todos los sectores de Santiago; nadie ni de día estaba seguro en sus faenas diarias de ir a sus trabajos, ir de compras, ir a comer, ir a estudiar o regresar a sus hogares después de la jornada a la que se había dedicado durante parte del día. Se asaltaba por todos lados tan solo por el placer de agredir y de hacer daño con la excusa de robar celulares, zapatos, tenis, carteras, relojes, pulseras, etc.

A otro nivel más elevado, los secuestros para reclamar rescates de inmediato, o a varios días de encierro del secuestrado, cobraban fuerzas en la región. Tan solo se conocen de los casos más sonados de personajes de la vida social muy conocidos que sufrieron en carne propia los efectos de acciones bien coordinadas de grupos armados que cobraban grandes sumas de dinero en una actividad que es un negocio rentable frente a las debilidades policiales y judiciales que hacen creer que vivimos en una selva del mal afectando a quienes trabajan y desean vivir en paz. No se cuenta con la protección de las autoridades, que supuestamente deben velar por la seguridad ciudadana de las calles y hogares, y es la ciudadanía que paga, sostiene y alimenta un anquilosado aparato de represión de donde también salen algunos de los más conspicuos delincuentes.

La ola de violencia en Santiago iba en aumento sorprendente y preocupante. Alcanzó un punto culminante la noche del pasado viernes 9 cuando una joven estudiante de medicina e hija de reconocidos profesionales de la medicina en ejercicio en Santiago, tan solo por arrebatarle el celular, fue ultimada salvajemente por un grupo de mozalbetes que habían salido como cada noche a cazar incautos. Lamentablemente le tocó a esa valiosa joven, lo que ha sido el detonante para despertar en todo el país el vigor de la protesta y la decisión unánime de ponerle freno a la ola de delincuencia que ha desbordado la capacidad de las autoridades.

Bastó para que el crimen de Vanessa Ramírez tocara a un sector social importante del país, para que la conmoción producida por el hecho de sangre,  que espabiló a todo el mundo, demandando más acción represiva. No son pocas las voces que reclaman una mano dura para someter a los delincuentes, en donde no han faltado los extremistas de pedir la reinstalación de los intercambios de disparos, que sirvió en una anterior jefatura policial para eliminar a los antisociales; otros van por lo de la cadena perpetua y otros por ser más radicales para que se obvien los requerimientos del Código Procesal Penal, que tantas delicadezas les otorgan a quienes infringen las leyes para poder probarle su culpabilidad.

Pero Santiago está en crisis, su abultada población, fruto de un crecimiento acelerado por el éxodo desde todas las regiones del Cibao, de la Línea Noreste y del Nordeste para acudir a las atractivas posibilidades de trabajo que habían en Santiago por su floreciente industria de zona franca y de otras que son modelo nacional. La gente iba a vivir en condiciones miserables como lo aflora cada vez que el río Yaque del Norte y sus cañadas aumentan el caudal que arrasa a quienes han hecho su hábitat a orillas inseguras de esos cursos de agua. Luego le reclaman a los gobiernos que los trasladen y les construyan viviendas. Por lo general son madres solteras con hijos abandonados por padres, que a veces ni siquiera son conocidos por los hijos, lo cual se convierte en el caldo de cultivo para el auge de la delincuencia. Son generaciones de niños desarraigados, sin orientación, que luego se convierten en delincuentes, cuando despuntan en la adolescencia; y en la adultez, se constituyen en enemigos sociales a los que se le ha negado de todo, ya que sin preparación ni mucho menos orientación, recurren a la agresión mortal para equiparse a otros que han progresado, ya sea por sus propios esfuerzos y capacidad, o por involucrarse en el lucrativo negocio de las drogas y otras actividades ilícitas.

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