Los pasados días 27 y 28 de agosto se celebraron las fiestas de estos dos Santos. Primero, el de la madre, el 27, y el día siguiente, el de San Agustín, su hijo.
Por vez primera escribo de ambos en un solo espacio, inspirada en que San Agustín atribuye su conversión a las oraciones incesantes de su madre. Es que Agustín, antes de ser santo, fue un gran pecador, y su madre, una gran orante que nunca desmayó hasta ver a su hijo converso.
Y fue tan grande su conversión que sirvió como testimonio no solo a las almas que convivieron en su época, sino a tantas que, luego de su muerte y gracias a la lectura, no solo de su testimonio de vida en su diario titulado «Confesiones», sino también por los escritos que recogen sus reflexiones sobre las Sagradas Escrituras. A la vez, sus cartas dirigidas a tantas personas que en su época vivían en la oscuridad gracias a la confusión de tantas ideologías extrañas que, como hoy, coexisten en nuestro diario vivir. Pero gracias a la luz del Espíritu Santo, les enseñó la verdadera doctrina con el fin de sacar a los herejes de su error, al menos a aquellos que sinceramente buscaban la verdad, como él una vez lo hizo. Y es que valga la aclaración: él, en su juventud, estuvo involucrado en diferentes herejías y no fue hasta que se encontró con la prédica de San Ambrosio donde el Espíritu Santo le tocó, comenzando así su conversión hasta llegar a la santidad y a la conquista de almas por su gran celo apostólico.
Les comparto un sabio consejo tomado de sus palabras: “El hombre debe esforzarse por evitar la ignorancia, la cual es culpable, porque ignora por su descuido, lo que, puesta la debida diligencia, debiera saber.» También dijo:
«El Señor, mi Dios, instruye al que en El cree, y consuela al que en El espera, exhorta al que le ama, presta su ayuda al que se esfuerza y escucha al que le invoca.» Así como:
«No se te imputa como culpa la ignorancia involuntaria, sino tu negligencia en averiguar lo que no sabes”.
San Agustín, alcanzó el orden episcopal. Su actividad como Obispo de Hipona fue enorme y variada. Predicó en todo tiempo y en muchos lugares, escribió incansablemente, polemizó con aquellos que van en contra de la ortodoxia de la doctrina cristiana de aquel entonces, presidió concilios y resolvió los problemas más diversos que le presentaban sus fieles. Se enfrentó a maniqueos, donatistas, arrianos, académicos, etc.
Su gran humildad se reflejan en estas palabras con que él dio fin a su grandiosa obra: “Pienso haber saldado, con la ayuda de Dios, la deuda contraída. Aquéllos a quienes le parezca que me he quedado corto o que me he excedido, han de perdonarme. Y quienes crean que lo hecho es lo justo, no me lo agradezcan a mí, sino a Dios conmigo”. (XX, 30,6).
Termino estas líneas agradeciendo a Dios las vidas de estos grandes santos: Santa Mónica, madre ejemplar y ferviente intercesora, quien con su amor inquebrantable y sus oraciones constantes nos testimonia sobre el poder de la fe y a San Agustín, un corazón que se transformó de pecador a santo, que nos enseña que la búsqueda de la verdad y la iluminación del Espíritu Santo transforman nuestras vidas. Juntos, son un testimonio viviente de que, con fe y entrega, se puede redimir incluso el alma más errante y, a través del amor y la sabiduría, dejar un legado que inspire a generaciones enteras. Que su ejemplo nos motive a abrazar nuestra propia fe con la misma pasión y devoción.