Lo primero, el magnífico silencio que cae sobre toda la ciudad. Como si los miles de ruidosos se callasen al unísono, como dijera Neruda: “Como si hubieran muerto”. Una muerte no del todo inmerecida, por demás, aunque tengamos que aceptar que Cristo les devuelva la vida y les conceda segundas oportunidades después de Resurrección.
Lo segundo es cuando sales de casa a alguna actividad. Esas calles, todas tuyas, que te recuerdan cuando niño observabas con candor el límpido cielo citadino, los frondosos árboles de las avenidas; cayendo en cuenta que la Bolívar y la Independencia todavía son hermosas. Ni qué decir de Gascue. Hasta podemos recordar los rostros sonrientes de las burguesitas en las galerías de sus casas solariegas.
Desde mañana se puede admirar la arquitectura que nunca has observado, mejor si vas de norte a sur y miras desde el resto de arrecife de la 27 de Febrero, mientras desciendes por la Lincoln o la Churchill hacia el mar. En Semana Santa, se diría, que la ciudad se dispone espiritualmente para que la admiremos y demos gracias a Dios por su hermosura. Por momentos se llega a pensar que estás en una metrópolis bien concebida y diseñada, siguiendo acaso los trazados de Báez López-Penha, Vargas Mera y Rafael Tomás Hernández.
Y que el esfuerzo de Nicolás de Ovando, (crueldad aparte), y del incomprendido doctor Balaguer (idem), hubiesen, por fin, encontrado quien realizase la “Guía Emocional de la Ciudad Romántica”.
Es saludable apercibirse de la fauna ornitológica capitalina, enriquecida con nuevas especies. Miríadas de gorriones cuelgan sus nidos de ramitas inverosímiles, en balcones a los que solamente ellos se atreven.
Es proverbial la migración de cotorras a las inmediaciones de El Embajador, un espectáculo que quiera Dios que don Ventura Serra, director de Occidentals, no tenga en menos, pues pudiera ser que los turistas lo tomasen por una verdadera señal de lo civilizados y ambientalistas que somos. Lo de los carpinteros es inenarrable. Últimamente han aumentado su población. A falta de palmeras, en mi barrio se dedican a hacer sus cuevas en el “durock atérmico” de la fachada del moderno templo Bautista, el cual, luego de reparado, en pocos días los hoyuelos resurgen como esos barrios que la policía desaloja por ocupación ilegal.
Quizás saben que ese templo pertenece a Jesucristo, carpintero como ellos, colega y amigo suyo. En diferentes zonas abundan los ruiseñores, pájaros triscones, como les llaman en inglés (moking birds), porque imitan los silbidos de otras aves. Los mejores intérpretes incultos de la música que proclama la gloria de Dios. Son días para descansar de las gentes… y de uno mismo, de tantas exigencias del ego.
Pausa para mirar detenida y concienzudamente al Crucificado; de reconciliarse con Dios y perdonar a todos los que nos importunan el resto del año.
Tiempo para compartir con vecinos las habichuelas endulzadas, de visitar a esos pocos amigos y parientes ya muy mayores, que se alegran tanto de vernos. Y para recordarles lo mucho que les agradecemos el favor de amarnos durante tantos años.