Santo Domingo y sus imágenes

Santo Domingo y sus imágenes

POR MIGUEL D. MENA
Cada quien lleva ciudades en su sombra. Podremos caminar y ellas estarán ahí. Nos situaremos en algún punto y ellas habrán de sobreponerse a muchas otras sombras y ciudades. Quienes hemos crecido en los años posteriores a 1965 somos testigos de una profunda y muchas veces terrible transformación del espacio urbano.

Villa Duarte, Villa Francisca, San Carlos, Gualey, Las Cañitas, Guachupita, San Lázaro, han sido testigos de simples y trágicos borrones de viviendas tradicionales. Digo simple porque sólo se han cambiado estructuras, pero no se ha mejorado el hábitat. Digo trágico, porque tal intervención ha borrado sentidos de adscripciones al espacio, deshecho viejas solidaridades y lanzado a buena parte de la población a una negación del espacio donde reside, que es como negarse a sí mismo.

En los años 60 sólo tres autores llamaron la atención sobre tales cambios: René del Risco, Miguel Alfonseca y Antonio Lockward Artiles.

En los años 70 fue peor: Santo Domingo prácticamente no existía en literatura.

En los 80 al fin surge una generación de frente a la ciudad, en sus fuegos, en su cotidianidad. Sus más certeros autores fueron los esfumados poetas Amable López Meléndez, María del Carmen Vicente y el –por suerte- activo narrador G.C, Manuel.

Al mencionar estos nombres y pensar en todos aquellos que llenan las listas de la literatura y el arte visual, uno queda menos que desolado por la manera en que el creador ha estado de espaldas a la ciudad.

No tenemos una memoria visual consistente de los procesos de modernización. Pensarnos, determinar eso en lo que nos decimos y percibimos, ha sido un proyecto en el que recién nos insertamos.

Nuestros creadores y pensadores apostaron desde los 60 hasta los ochenta en los grandes cambios de la historia sin advertir la importancia de los mínimos. Se complacieron en los super mitos de las guerras y revoluciones, despreciando los encantos de la tarde, la frescura de la gente, la divinidad de algún café a las 6 de la tarde donde fuera.

Los dominicanos somos expertos en despreciarnos a nosotros mismos. Trujillo y su orquesta de intelectuales lograron muy bien reafirmar en nuestros genes culturales la ida de que no valemos ni valdremos. Tampoco valen nuestra geografía ni sus ciudades ni la gente simple. Sobre la idea de lo primado que somos en América se fundó toda una filosofía del destino hacia lo grande que supuestamente conllevamos. Un hecho atmosférico, como el ciclón de San Zenón en 1930, sirvió para crear la gran metáfora de Trujillo como creador de la ciudad, que sería lo mismo, como hacedor de la historia. Nadie como Joaquín Balaguer para exponer tan meridianamente tales conceptos, en un par de capítulos borrados en nuestra memoria pero que se pueden leer en la primera edición de «Guía emocional de la Ciudad Romántica»  (1944).

Quien pudo salvarse y cuestionar tales valores –pienso en la izquierda revolucionaria-, recicló los paradigmas esenciales del trujillato en su visión maximalista, de manera que el mal de Sísifo dominicano llega hasta estos días con un desolado balance: no tenemos conciencia del espacio donde vivimos, ni una producción artística o científica que nos ofrezca conceptos o paradigmas, ni capacidad de interpelación en los medios académicos ni políticos.

En los pocos textos donde muestran los cambios urbanos tampoco hay crítica. Es como si el Parque Independencia no hubiese sido devastado innecesariamente, como si la política de restricción al espacio comunitario comenzara con el cerco a las placitas de las iglesias, continuara con la apropiación de las calles y acabara finalmente con la cortadura de árboles en dos de nuestros parques tradicionales, como lo son el Duarte y el Parque del Poeta.

En el caso del Parque Independencia hay un alzheimer colectivo. No se dice quiénes fueron ni cómo fue, y ni siquiera se sabe el costo de las obras, y al final de los años, en pleno siglo XXI, tenemos un Parque cerrado al público, donde la gente que está dentro se perciben como si estuviesen enjaulados.

A Francis Ford Coppola le agradecemos el que nos brinde un poco de esta ciudad en el Padrino II (1974). Ver a Al Pacino tomándose un café con la glorieta al fondo, o bajando por la Mella o por la Hostos o pasando por Villa Duarte o hablando desde una suite de El Embajador con la Feria al fondo, es como recuperar parte de estos huesos que nos sustentan.

Lo mismo me acaba de suceder con «El buen pastor» (2006), de Robert De Niro, y con Matt Damon paseando por el Parque Duarte, bien verde, florido, bajando por la Hostos, como reafirmándonos la belleza de calles que por lo general sólo vemos en pantalla aunque la tengamos a veinte metros de distancia.

Podríamos hablar también sobre todo lo bueno y lo malo que se ha filmado, con «Habana» y «La ciudad perdida» y «Miami Vice», recurrir a la memoria prodigiosa de quienes más saben de cine, Armando Almánzar, Carlos Francisco Elías, Arturo Rodríguez Fernández, los Jimmys Hungría y Gómez, insistir en este Santo Domingo que siempre será la Habana, Haití o incluso el Congo, pero que nunca será Santo Domingo, porque sencillamente sus habitantes a la hora de la creación no la advierten.

Tengo la impresión de que dentro de algunos años, cuando ya la acción de nuestros políticos no permita reconocer el verde de nuestra ciudad, porque será lo mismo filmar aquí que en Miami, los cineastas dominicanos tendrán que ir a Washington Hights o a Cinecittá para recuperar lo «verdaderamente» dominicanos que alguna vez fuimos.

Luis Terror Días una vez ya lo escribió: «Santo Domingo lo bailo en un merengue triste… ¿y es que a ustedes no les da vergüenza?… Le han entregado el país a los turistas que se hospedan en nuestras minas».

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