Saramago, Konrad Lorenz y el eslabón perdido

Saramago, Konrad Lorenz y el eslabón perdido

POR  RAFAEL ACEVEDO
En una conferencia dictada en el Banco Central, el celebrado escritor José de Saramago, conocido además por su declarado ateísmo, citó al también premio Nobel, el biólogo Konrad Lorenz, diciendo que: “en realidad no hay que insistir en la búsqueda del eslabón perdido, pues a fin de cuentas, dicho eslabón somos nosotros, la presente humanidad, que lo que falta en la cadena evolutiva es el hombre”.

No son muchas ni frecuentes las ocasiones de tener una revelación y un placer tan elevados como la que esta cita, en labios de este hombre, me ha causado. Pero deseo enfatizar que estoy más de que convencido que Dios me ha dado por varias el exquisito privilegio de hablarme por boca de declarados negadores de su existencia.

A menudo siento congoja a causa de grandes hombres, verdaderos servidores de la humanidad, que quién sabe por cuáles causas, situables en sus culturas, su niñez o en su temprana juventud, optaron por cerrarse el acceso al conocimiento y la sabiduría espiritual a que se refiere Pablo Tarso en su carta a los frigios de Colosas y negarse a sí mismos, de una vez y acaso para siempre, la oportunidad de familiarizarse con las diversas formas de entender a Dios, que siendo racionales, dan acceso a otras vertientes cognitivas de mayor riqueza y verdad que el impropiamente supravalorado y tantas veces mal entendido Conocimiento científico.

Pablo distingue al hombre carnal, digamos una especie de mono desnudo, como lo llamó Desmond Morris, que a lo sumo racionaliza sus apetencias e instintos primarios, aunque jura por su ego que su actuaciones son sustancial y funcionalmente racionales. Cosa que no lo aceptan los pensadores más actualizados que, desde la biosociología de Vilfredo Pareto hasta Konrad Lorenz, piensan que somos mucho menos racionales que lo que presumimos.

Tal vez los cristianos hemos contribuido a estas confusiones, en parte por nuestras conductas fuera de orden, y por no darnos cuenta de que en realidad Dios nos creó “para” imagen y no automáticamente “a” imagen, aunque las dos preposiciones sean equivalentes en muchos casos, no así en todos y menos aún, como se puede demostrar, en el caso del hombre tal cual lo conocemos.

El mono ya está, lo que falta es, pues, el hombre, o sea el que Dios se ha propuesto, el hombre espiritual, que aún habitando un cuerpo de carne y huesos está dirigido a lo superior: a los negocios, tratos y planes que Dios le ha propuesto. El hombre modelo a quien, sin darse cuenta, señaló Pilatos cuando, apuntando hacia Jesucristo dijo: “Ecce homo”, he aquí al hombre. He aquí el prototipo de lo que Dios espera de nosotros: el ser humano que ama y se entrega por el ser amado; el valiente y esforzado; el que se somete al plan del padre y triunfa sobre la carne y la cultura del mundo, y sobre sobrepone a las trampas del Perverso. Ese es el paradigma del hombre semejante a Dios, con el cual Dios ha de compartir su reino. Su amado. ¡Su socio!

Por tanto, no hay tal eslabón perdido. Los que están perdidos son los que lo buscan donde no puede estar. Ese es un error producto de mucha soberbia acumulada, de mucho extravío intelectual (tal vez más carnal que intelectual). Al hombre hay que buscarlo, no en la selva del Mato Grosso, sino en nuestro interior; No en las heladas tundras de Siberia o del Himalaya, sino en la fría indiferencia y dureza de nuestros corazones. De ahí es que tenemos que rescatar esta humanidad extraviada y, debido a ello, destrozada, para que el hombre se enseñoree, primero de sí mismo y, luego, de toda su heredad, la tierra y los planetas, en perfecta armonía con Dios, sus semejantes y el resto de lo creado.

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