Sartre, un intelectual contra el poder

Sartre, un intelectual contra el poder

De Jean-Paul Sartre, al margen de su monstruosa obra literaria, filosófica y dramática, se tiene la imagen del provocador. Nada más falso. En realidad no era el personaje que muchos pensaban. Era simplemente un hombre coherente con sus propias ideas, sin hacer concesiones a los cantos de sirena que, desde su primera novela, La Náusea (1938), trataron por todos los medios de seducirlo y hacer de él, como repetía a menudo, un escritor recuperado.
Siempre se piensa que el título de su primera novela, por ejemplo, era en sí mismo una provocación, un reto al lector de su época. En realidad, La Náusea, cuyo título original era Melancolía, fue cambiado por el editor Gaston Gallimard por el que hoy se conoce, pues Melancolía no le parecía favorable al lanzamiento de la obra. Antes de esa sugerencia, Sartre había propuesto: Las Aventuras extraodinarias de Antoine de Roquentin, el cual fue derrotado por la acertada proposición del reconocido editor francés. Gallimard tenía razón. Esa novela y El Ser y la Nada, iban a transformar la mentalidad francesa de l’après-guerre, e iban a formar parte, junto con Huis clos, de las obras capitales del existencialismo.
Hay que aceptar, sin embargo, que ese título es una provocación. Hubo quienes no sólo nunca lo leyeron sino que nunca tuvieron la obra en sus manos y que manifestaron un rechazo irracional al texto y, por ende, a su autor. Asociaban la novela a la acción que la palabra designa, y señalaban a Sartre como un enfermo sexual cargado de fantasías estrambóticas. Hubo incluso periódicos de extrema-derecha que dejaban publicar en sus páginas ataques ridículos e infantiles sobre el ya conocido filósofo y novelista. Entre esos ataques sobresale aquel de que Sartre llevaba jovencitas a su habitación de hotel con el fin de que olieran un pedazo de queso Camembert viejo de varias semanas. Cosas sin sentido que hoy provocan risa.
Para Sartre La Náusea no había alcanzado los límites que él se había propuesto a causa de su timidez intelectual. En diferentes ocasiones, y sobre todo cuando fueron publicadas las dos primeras novelas de la trilogía Les Chemins de la Liberté, decía que hubiera querido escribir La Náusea, como esas novelas. Pero lo que vale decir es que sus obras correspondían a cada una de las épocas en que las concebía y elaboraba.
Esos eran los tiempos de Saint-Germain-des-Prés. Junto a Sartre se distinguían Simone de Beauvoir, a quien le había dedicado La Náusea y El Ser y la Nada, Camus, y otros intelectuales como Michel Leiris. El Saint-Germain-des-Prés de esos años se parece al que describe Julio Cortázar en Rayuela. El existencialismo superó los límites de una teoría filosófica y se transformó en un modo de vida, de existencia, valga la redundancia. Era ya algo más que una corriente filosófica y un grupo de intelectuales que, ante el poder y su fascinante seducción, se mantenían vigilantes y críticos. Eran los tiempos de la Liberación de la ocupación alemana de 1940-44 y, también, de la recuperación del humillado orgullo francés. Fue también la época de la recuperación de intelectuales conocidos por su rebeldía . El caso de André Malraux es la mejor ilustración de un rebelde recuperado por el Estado.
En esa misma época, Les Temps Modernes, la revista que iba servir de vehículo a esa filosofía, publicó su primer número en octubre de 1945. En su primera entrega tenía el aspecto de un manifiesto, de profesión de fe, de política cultural: “El escritor, escribe Sartre en su famosa presentación de la revista, está en situación con su época: cada palabra tiene repercusiones. Cada silencio también. Considero a Flaubert y Goncourt responsables de la represión que siguió a la Comuna, porque no escribieron una línea para impedirlo. Eso no les concernía, podría decirse. Pero el proceso contra Calas, ¿le concernía a Voltaire? La condena de Dreyfus, ¿le concernía a Zola? La administración del Congo, ¿le concernía Gide?”. En estas palabras queda definitivamente planteado el compromiso de los intelectuales con el ser social y, al mismo tiempo, su desconfianza ante el poder, ante el Estado. El compromiso con el Estado implica silencio, y el silencio no está lejos de la complicidad.
A través de las páginas de Les Temps Modernes, escribe Annie Cohen-Solal en su magistral biografía, Sartre, 1905-1975 (Ed. Gallimard, 1985), se vehicularía toda la concepción del mundo de Sartre: “transformar al mismo tiempo la condición del hombre y la concepción que éste tiene de sí mismo; dar a la literatura lo que no debió perder nunca, una función social”.
Todo cuanto había escrito en ese texto de presentación se convirtió en su divisa intelectual durante los años siguientes. El existencialismo como moda perdió vigencia en Francia, pero Sartre se convirtió en una figura de renombre internacional. Esa fama la utilizó para jugar un papel importante durante la Guerra Fría entre el Este y el Oeste. Es decir, entre la Unión Soviética y los países socialistas, de un lado, y los Estados Unidos y las potencias occidentales, del otro.
Sus posiciones durante la Guerra Fría son discutibles. El había pensado, sin ser comunista, que la defensa de la Unión Soviética era de rigor en esos momentos. Su apoyo casi incondicional y su coqueteo con los comunistas franceses daban a entender que Sartre había perdido la independencia de pensamiento que lo caracterizaba. Esas relaciones con los partidos comunistas y sus frecuentes viajes a la URSS le costaron algunas enemistades intelectuales y personales. Pero, tan pronto se enteró de la represión soviética en Budapest su condena fue inminente, así como también su ruptura con el Partido Comunista francés. Sartre no hacía concesiones porque no tenía compromiso con el orden establecido. Los acontecimientos de Budapest en 1956, lo devolvieron al mundo de la libertad de pensar. Y rompió con la URSS.
Con esa ruptura Sartre volvió a ser el lúcido crítico de su época. Un intelectual comprometido, pero no con el poder. Un intelectual que supo siempre reconocer cuando sus posiciones fueron erradas. Una suerte de autocrítica que sólo la permite la libertad de pensar y escribir.

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