Hace unos años asistí a la noche inaugural de una Feria del Libro, y encontré allí a mi amigo y editor de algunas de mis obras, el ingeniero José Israel Cuello, en el estante de su empresa Taller.
Al verme se acercó, y con la expresión enseriada del rostro que precede a sus frases de contenido humorístico, me dijo que debería sentirme halagado en mi vanidad porque los libros de mi autoría eran los más robados en aquel evento.
– Hemos tenido que colocarlos en la parte trasera del estante, porque los que poníamos delante eran sustraídos con tal velocidad, que hubiera cegado a cualquier vigilante- manifestó el culto, combativo, y talentoso comunicador.
Me disponía a salir de la feria, cuando una señora alta y delgada, con cara risueña, afirmó que leía todo lo que yo publicaba en los diarios, y de inmediato me preguntó cuál era mi parentesco con Socorro Castellanos.
Al señalarle que no tenía el honor de ser un familiar de la destacada productora de radio y televisión, preguntó:
-¿Y no es usted Francisco Álvarez Castellanos, el de las graciosas Humoradas?
Al día siguiente volví al lugar, y al cruzar frente al estante de la librería Cuesta, observé a un hombre de humilde indumentaria hojeando las páginas de uno de mis libros.
Al verme, abrió la boca en gesto de sorpresa, y con rostro compungido dijo que lamentaba no poder comprarlo, porque estaba desempleado, y era mantenido casi totalmente por su mujer.
Conmovido por sus palabras llegué donde había estacionado mi vehículo, saqué del baúl la misma obra que el hombre hojeaba, y se la regalé.
Me dio las gracias de forma entusiasta, pero hizo hincapié en que el día mas feliz de su vida sería aquel en que lograra tener la totalidad de mis obras, una velada petición a la cual, lógicamente, no accedí.
Una tarde acudí a una librería, y mientras examinaba los títulos en los estantes, una señora entró, y sin que mediara un saludo, me sometió a un interrogatorio inquisitorial, en el cual sólo faltó que me preguntara las medidas de mis calzoncillos.
Finalmente, expresó que afortunadamente ninguno de sus siete hijos había mostrado afición por la literatura, porque todos los escritores tienen algo de locos.
Se marchó después de pagar el bolígrafo barato que compró, y tuve que vencer el deseo de aplicarle un manotazo sobre las nalgotas que portaba.