Los dominicanos, con tantos golpeos de la corrupción que nos agobian y suceden en todos los estamentos oficiales de los poderes ejecutivos y legislativos, teníamos la confianza que nos quedaba un poder sin estar contaminado, pese a las grandes deficiencias de sus integrantes, en especial los del ministerio público.
El Poder Judicial era una prenda preciosa, que en los pasados 10 años se había ganado un nombre de honradez debido a sus acertadas ejecutorias. Pero ahora ha sucumbido como todo en el país, que está podrido por el abuso con los recursos oficiales, y se derrumba ante el descarado accionar de algunos jueces, que sin temor a ser señalados por sus semejantes, ofrecen públicamente descaradas sentencias, alegando que los casos no estaban bien sustentados por la incapacidad del ministerio público y de la Policía Nacional.
Desde Barahona hasta San Cristóbal, San Pedro de Macorís y otras localidades vemos cómo los jueces dictan sentencias de las más diversas índoles, en especial las que benefician a los narcotraficantes o los usurpadores de terrenos y con los embargos a hoteles en la costa este.
Los maleantes liberados retornan a sus actividades, ante la alarma y sorpresa de la ciudadanía, que perdió el último baluarte de la honestidad, que era la divisa que regía las actuaciones judiciales, apuntaladas por hombres y mujeres, que en la Suprema Corte de Justicia tienen como legado un buen nombre en la sociedad, aun cuando hay sus excepciones de hechos cometidos por algunos, que como manzanas podridas, dañarían la carrera de ilustres magistrados, empeñados en que no perezca en sus manos la honorabilidad del poder judicial.
Para la opinión pública nacional e internacional, el caso dominicano da pena ante el desbordado proceder de sus ciudadanos, que en la búsqueda de dinero rápido, empujan a muchos a cometer fechorías, que tan solo hace cinco o diez años no se atrevían a acariciarla como una idea de aumentar o buscar sus riquezas para salir de sus penurias económicas. Entonces, el ejemplo que se ve a diario, de un latrocinio rampante, derribó los escrúpulos para marcharle a los recursos públicos. El lavado de dinero impulsó e invitó a muchos a dedicarse a la búsqueda de la mina de oro que los haría ricos.
La mina la encuentran cuando se ven apoyados por una justicia, con muchos de sus integrantes sucumbiendo a las tentaciones. Sin temor a la opinión pública, se sublevan ante la sociedad, creyéndose por encima de la misma, evacuan sentencias que escandalizan al país y no resisten un análisis serio, y que por lo general conlleva la llegada a sus bolsillos de reconfortantes recompensas monetarias, dependiendo su cantidad del tipo de caso que se estuviese juzgando.
El ciudadano, que todavía cree en la honestidad y seriedad para guiar el paso de sus vidas, está desamparado y solitario ante la realidad de que se perdió la credibilidad en la justicia. Y aun cuando está en vías de recomponerse, con la llegada de nuevos magistrados, no se tendría la confianza absoluta de que ocurrirá un estremecimiento que permita sostener al poder judicial como la única esperanza que tenía el país de que no sucumbiría en su deterioro y terminar convertido en un estado fallido, como auguran muchos que ya ha sucedido.