¿Se equivocó Mario Vargas Llosa?

¿Se equivocó  Mario Vargas Llosa?

Este premio Nobel prefiere la cortesía de la claridad del escritor imaginativo, a la densidad y riqueza del existencialismo heideggeriano, o del estructuralismo francés

En un artículo titulado ¿Para qué los filósofos?, publicado en el periódico español El País, el escritor y novelista Mario Vargas Llosa, haciéndose eco de las ideas del pensador y periodista Jean- Francois Revel, arremete en contra de la escritura y el estilo de los filósofos Martin Heidegger, Michel Foucault, Jacques Lacan, Claude Lévi-Strauss, Roland Barthes, Jean Paul Sartre, Louis Althusser, Jacques Derrida, entre otros. Vargas Llosa dice: “Este libro tuvo consecuencias muy provechosas para los lectores de Revel: lo sacó de un mundo académico donde acaso hubiera vegetado muy lejos de la actualidad y lo convirtió en el formidable periodista y pensador político que sería. ¿Para qué los filósofos? es un ajuste de cuentas con los pensadores de su tiempo y con la propia filosofía a la que, según este ensayo, los descubrimientos científicos, de un lado, y, de otro, la falta de vuelo, de originalidad y el oscurantismo de los filósofos modernos va encogiendo como una piel de zapa y —lo peor— volviendo cada vez menos legible. En el año 1971, con motivo de una reedición de ¿Para qué los filósofos?, Revel escribió un extenso prólogo pasando revista a lo que había ocurrido en el ámbito intelectual de Francia en los últimos 11 años. No rectificaba nada de lo que había escrito en 1957 y, por el contrario, encontraba en el “estructuralismo”, entonces de moda, las mismas insuficiencias e imposturas que había denunciado en los años del “existencialismo”. Revel advierte que las modas van arrastrando a la filosofía a unos niveles de artificialidad y esoterismo que parece una forma de suicidio, empezando por el fuego graneado que los nuevos filósofos disparan contra el humanismo”.
Creo que ha habido mucho de mala lectura e incomprensión en torno a las obras de estos escritores y filósofos. No aludo a Lacan, porque me considero un lector profano e ignorante de su obra. Sin embargo, creo que en el caso de Heidegger, de los filósofos franceses, especialmente en el caso de Derrida, se trata de escritores “ironistas de la teoría”. Sus retruécanos verbales son un ludismo arbitrario, que rayan en el paroxismo y las aporías linguísticas. Derrida es un Beckett absurdo de la filosofía, pues lleva los problemas heideggerianos del ser, a los límites del sin sentido.

El problema no es Derrida, Barthes o Lacan, en ellos hay mucho de rebeldía, como ente de enunciación lúdica del discurso. El problema lo constituyen sus seguidores, quienes han querido ver en ellos a los nuevos profetas del decir, atribuyéndoles el don de descubrir zonas inéditas del lenguaje y la filosofía, cuando sabemos que desde Platón hasta Trías, nada hay nuevo bajo el sol.

Vargas Llosa prefiere la cortesía de la claridad del escritor imaginativo, a la densidad y riqueza del existencialismo heideggeriano, o del estructuralismo francés, desde Lévi Strauss a Louis Althusser, desde Michel Foucault a Jacques Lacan y Derrida.

En Francia es donde se da con mayor intensidad el drama de la deconstrucción, como ha dicho George Steiner, de todo lo que viene después de Dada—una serie de notas liminares a Duchamp, que es el gran genio que lidera la gran crisis de las bellas artes, y su inscripción en la obra, como crisis de expresión ontológica, del discurso estético, epistemológico y filosófico. Es en Francia, el país de Moliere y Descartes, donde la crisis es—en todo caso era todavía hace algunos años—más aguda, donde la destrucción del lenguaje, el cuestionamiento de las posibilidades de la verdad, ha alcanzado su punto neurálgico. “Es muy interesante. El lenguaje lo permite todo. Es algo espantoso en lo que no solemos reparar: se el puede decir todo, nada nos ahoga, nada corta nuestra respiración cuando decimos algo monstruoso. El lenguaje es infinitamente servil y no tiene—a eso se debe el misterio—límites éticos”, afirma George Steiner.

Platón concibió una educación orientada por la ciencia, mientras que Nietzsche concibió una cultura en cuyo centro estaría el arte, y en cual reconocemos que son los poetas los que determinan nuestros objetivos, mientras que los filósofos simplemente suministran medios para alcanzar esos objetivos, éticos, lingüísticos y filosóficos.

El típico lector de Lévi Strauss, Sartre o Foucault ve las ciencias duras como doncellas del progreso tecnológico y no como ocasiones de vislumbrar la realidad sin trabas. Ese lector estará de acuerdo con Kierkegaard y Nietzsche en que Sócrates y Platón se equivocaron al creer que la búsqueda de la verdad objetiva es la actividad más valiosa y la más distintivamente humana de la que somos capaces. La mayoría de esos lectores estarán de acuerdo con Nietzsche en que lo que los filósofos griegos no fueron capaces de ver fue la prioridad del arte y la literatura frente a la ciencia y las matemáticas, es decir la necesidad de ver las ciencias desde la perspectiva del arte y de la vida.

Cuando estas instancias del saber, estéticas y filosóficas, se interrelacionan entre ellas, con una visión romántica, de un lector, como Vargas Llosa, las mismas ofrecen al lector, una moraleja en el tapiz resultante, llevan a cabo la tarea que Hegel llamaba “captar nuestra época con el pensamiento”, a partir de una experiencia negativa del saber filosófico. Esto se debe a que establecer una historia de la filosofía sobre tendencias y estilos es una invitación a que la siguiente generación de historiadores de la filosofía cuente otra historia distinta, acerca de las mismas tendencias y estilos, igual que establecer un canon epistemológico, sobre el acto de filosofar, lo que constituye una invitación a que la siguiente generación de filósofos, también revise ese canon y establezca uno distinto y nuevo.

Esta línea de pensamiento la resume bastante bien Kierkegaard, cuando pone el énfasis en el hecho de que aquello que llamamos “conocimiento objetivo”, ya sea el conocimiento de teoremas matemáticos, de hechos físicos o de acontecimientos históricos, es un conocimiento meramente “accidental”. Los ladrillos que componen el edificio del conocimiento humano son irrelevantes para el único propósito que realmente importa. Ese propósito es transformar lo que Kierkeggaard llama “el individuo existente”. “El conocimiento, escribe Kierkeggaard, que no está envuelto hacia el interior en la reflexión sobre la interioridad refiriéndose a la existencia, es esencialmente considerado un conocimiento accidental, su grado y alcance son, esencialmente considerados, indiferentes”.

Es claro que no todo lector es capaz de percibir los matices de este tipo de especulaciones, en relación al texto, como ente vivo del filosofar, clásico o moderno, donde el juego y los fragmentos del accidente de los pequeños relatos, fundan otro discurso, entre el texto y la palabra, entre el lenguaje y la metafísica, entre la intuición y el pensamiento.

Estos relatos tratan, por ejemplo, de cómo los griegos recorrieron el camino de Homero a Aristóteles, la crítica literaria del doctor Johnson a Paul de Man, el mundo espiritual alemán de Schiller a Blanchot, el protestantismo de Lutero a Tillich y el feminismo de Harriet Taylor a Catherine Mckinnon. Se trata de relatos que nos cuentan cómo los seres humanos lograron cambiar las descripciones más importantes de sí mismos que habían formulado, desde la antigüedad hasta nuestros días.

Estos relatos son infinitamente rebatibles e infinitamente revisables a la luz de cambios más recientes, aunque Vargas Llosa lo ignore, a la luz de una mala lectura, ajena a los nuevos tiempos del saber.

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