Se me antoja

Se me antoja

POR MARIVELL CONTRERAS
Un músico en la familia
Parte uno

Como yo viví los años de mi niñez, de mi adolescencia y de mi primera adultez en Monte Plata, yo nunca me di cuenta de que para ser un buen músico había que empezar a estudiar desde chiquito.

Los buenos músicos de mi pueblo fueron siempre adultos ante mis ojos de niña y todos sin excepción entonces no eran más que miembros de la banda de música que le ponían sonido de fiesta a mi vueltas y más vueltas en el parque los domingos.

Y a veces mi amiga Inocencia (Moreja) y yo le poníamos algo más, letras. Así que dábamos vueltas al ritmo de la música cantándo lo que la Banda Municipal tocaba «el ratoncito Miguel, el ratoncito Miguel ha venido muy contento a bailar» y entonces venía el ratón Micifuz y La Cucaracha «ya no puede caminar… porque le falta… la patita principal.

Y, así. Fui creciendo con una idea de que los músicos eran gente mayor como el director de la banda, sastre y músico al que simplemente llamábamos Paisito.

A propósito de él, en estos momentos tiene el privilegio de dirigir una de las bandas municipales de música más vieja del país, con 103 años de fundada (igual que la de La Vega) y con más que la de Santiago que este año cumple sus 100.

En esa época de mi primera infancia los músicos tocaban las alboradas diciembrinas, las alboradas de San Andrés con el profesor Espinosa a la cabeza y las procesiones de La Virgen de la Altagracia.

Luego fui creciendo y fui viendo que efectivamente los músicos tenían que estudiar para ser músicos y practicar para seguir siéndolo.

Había entonces una academia de la música, donde los muchachos interesados –no recuerdo haber visto muchachas interesadas, entonces eso era «cosa de hombres»- simplemente iban donde Paisito, este los probaba, los aprobaba y los formaba.

Aunque en su mayoría, los que decidían ingresar a la humilde academia de música –con pocos instrumentos, pero con mucha vocación de servicio- eran hijos de reconocidos ejecutores de instrumentos musicales o apellido Carreras, eso no significaba que no aceptaran a otros y que muchos no intentaran aprender a tocar «algo».

Recuerdo que ya adolescente veía con mucha admiración la devoción de mi compañero de estudios Micky por su trompeta y la destreza y entrega de Gabrielito Parra y Eliazer. Ya para entonces era un orgullo monteplatense tener a Marcos Carreras en la capital, tocando con orquestas merengueras famosas, a Miguelito Carreras en la banda de la Policía Nacional y a Isidrito Morales haciéndose un espacio.

Entonces ya sabíamos que la música y los músicos no eran solo esos seres anónimos que le daban sabor a nuestras fiestas y color a lo que serían nuestros más sanos y mejores primeros recuerdos.

Estaba ya de por medio, la fama. El orgullo de ver a alguien conocido –al hijo de… – en la televisión.

Pero no sabíamos, que más allá de nuestras fronteras y no tan lejos, para estudiar música no había necesidad de sentir pasión por ella, bastaba con que un padre orgulloso quisiera integrar la habilidad de tocar algún instrumento en la formación de sus hijos.

Que para esto no solo bastaba el deseo de aprender a hacerla, ni la predeterminación genética para hacerlo fácilmente y con increíble y natural destreza.

Que no había un Paisito, maestro de vocación y director de una simple escuela sin importancia el que daba el sí, era otro el proceso y como el de Kafka: una verdadera pesadilla de la que muchos músicos aún no han despertado.

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