Se me antoja

Se me antoja

POR MARIVELL CONTRERAS
La nostalgia es un derecho adquirido por los humanos que en la infancia no necesitamos, ¿qué puede necesitar recordar quien vive día a día descubriendo pequeños milagros? En esa etapa estamos inventando la vida a través de experimentos y juegos que no tienen otro fin que dejar pasar el momento. Un momento, que es cada vez más único, y que no nos deja chance ni para programar el próximo ni para extrañar el que acaba de pasar.

Solo sentimos, y ningún sentimiento pasa más allá. Si nos dan una pela o un reclamo, el sentimiento de culpa, de rabia o de humillación, que nos provoca culminan cuando las palabras recriminatorias se acaban y continuamos afanosos con la tarea de tumbar almendras en el patio de la vecina o de dibujar con carbón o tiza un trucámelo con el que vamos acumulando pequeñas victorias o pequeños fracasos, que se olvidan en el segundo en que preferimos jugar al escondido o ir a recopilar peces reales –que siempre terminan convertidos en maquitos- y cuando eso pasa, ya estamos en otra cosa y nisiquiera pensamos que tendremos más cuidado la próxima vez.

No hemos aprendido que la próxima puede ser tarde o no llegar. Nos agarramos de las manos de nuestros hermanitos, nuestros compañeritos de juegos y así nos pasan las horas, los días, las semanas, los meses y los años y de repente se nos ha quedado la vida en ello…

Y, es entonces, cuando la nostalgia tiene sentido. Hace 30, 25, 20, 15, 10, jugábamos muñeca, la placa, hasta 5 horas de boronazo desde el candente sol del medio día hasta que llegaba la noche y ya no nos veíamos.

Hacíamos fu fú. Nos fajamos en la escuela. Fuimos a buscar mangos. Estuve a punto de ahogarme en el río y tu me salvaste. Hicimos una gira para tal río. Realizamos una kermesse. Y de repente, ¿te acuerdas de cómo se veían las estrellas? Jamás han vuelto a brillar como entonces…

No había luz en los días de mi niñez y no nos hacía falta, porque entonces podíamos jugar mejor a la botella, a caerse en un pozo y no podíamos suponer que era que habíamos nacido en un país subdesarrollado, que nos estaba engañando el gobierno o que la energía era un negocio del que se lucraban nacionales desalmados y extranjeros aprovechados.

Creíamos a pie juntillas que, cuando nos bañábamos, en el aguacero todos los niños estaban haciendo lo mismo. Cantábamos villancicos, estrenábamos vestiditos, zapatos y camisitas, cenábamos abundante y glotonamente sin suponer que alguien no lo hacía porque no podía, ni que en algún lugar en vez de simples torpedos caían bombas mortales sin intención de divertir, ni teníamos la certeza de que a esa misma hora alguien asesinaba a otro o simplemente moría.

No conocíamos otro miedo que al de los fantasmas que se hacían con las ramas y la luz de la luna, ni conocíamos esa doble emoción que nos causa la pena de saber que alguien ha caído ni el alivio que nos produce saber que no fuimos nosotros o alguien querido.

Hago honor a la nostalgia queriendo buscar en la sonrisa blanca de mi hijo qué cosas de las de ahora describirá como memorables a sus hijos.

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