Se me antoja

Se me antoja

POR MARIVELL CONTRERAS
Entre los muchos oficios que he realizado en mi vida estuvo una vez el de rifera. Quisiera ponerlo más bonito, así que diré que a lo que me refiero es a que uno de mis hermanos y su esposa tenían una especie de banca de números que se vendían cada noche a la suerte de la Caraquita o la entonces dominguera nacional.

De esa época recuerdo la esperanza dibujada en la cara con que gente muy pobre sacrificaba parte de sus míseros ingresos para multiplicar, por obra y gracia de la lotería, los panes y los peces.

También recuerdo que entonces la rifa era penada legalmente y que de vez en cuando había que recoger los papeles, cerrar la ventana y apagar la luz para evitar a la policía que intentaba agarrarlos in fraganti.

No fue una ni dos las veces en que uno de los dos estuvo preso por este delito. Yo entonces en la prima flor de la adolescencia no tenía conciencia alguna de que mi participación de anotadora y cobradora de los números estaba inmersa también en la ilegalidad.

Para mí lo interesante era la tarea. Conversar con cada uno y cada una de las personas que se jugaban en un número o varios, la noche o la vida. O quizás para ser más literal, la comida.

Los sueños de los pobres no son sueños normales. Estos no tienen nada que ver con teorías freudianas ni con problemas existenciales. Los pobres sueñan conque Dios, su padre o madre muerto venga en su auxilio y le den los números de la lotería y resolver un problema determinado.

Vienen a cuento estos recuerdos porque había un señor muy peculiar, que se llamaba Domitilio que se pasaba la noche entera buscando un número ganador.

Daba un viaje tras otro comprando simplemente medio número –antes se vendía medio número y había muy poca gente capaz de jugar de una sola vez 100, 50 o 25 puntos de un solo número–, Domitilio compraba 10 ó 15 números con su sempiterno anhelo de ver cumplido sus deseos.

Pero pasaba un día y otro y otro y otro más y los números de Domitilio cada vez más alejados de los 7 pesos que recibiría si una de sus mitades saliera.

A mi hermana y a mí que cumplíamos el encargo del hermano mayor, a veces nos daba pena, vergüenza y hasta risa la situación de Domitilio, pero este no aceptaba compasión. Siempre medio sonreía y de entre sus pequeños dientes dejaba salir su voz leve y conformista «no se preocupe amiguita, que un día é» y esta frase se nos quedó como una cita cotidiana.

Hace poco nos enteramos de que Domitilio murió. Estaba tan solo que nadie se dio cuenta y cuando lo encontraron no pudieron hacer otra cosa que abrir la tierra a su lado y dejarlo ahí mismo.

Así terminó la vida de un hombre que no aspiraba a mucho y que confiaba ciegamente en que le llegaría su día y le llegó. Si se hubiera sacado la lotería otra cosa hubiera sido, pero de ganarla, de qué le hubiera valido tan modesta suma.

Mientras le buscamos una lección a su pobre vida y a su peor muerte, mis hermanas y yo hemos caído en la cuenta de que ya no podremos citarlo en presente sino en pasado «como decía Domitilo… un día é».

Publicaciones Relacionadas

Más leídas