Se me antoja

Se me antoja

POR MARIVELL CONTRERAS
Muchas veces me he puesto a pensar qué hubiera sido de mí, si en lugar de Monte Plata hubiera crecido en otro lugar. Porque pude haber nacido allí y haber venido desde pequeña para la capital a acompañar a mi familia en la búsqueda de nuevos horizontes. Pero, no fue así, a pesar de que se lo propusieron a mami en más de una oportunidad. Ella no quiso, según nos explicó cuando se lo reclamamos, porque no quería que creciéramos lejos de nuestro padre y nos alegramos inmensamente haber podido compartir con ella y con él desde distintas aceras, en la misma calle y a cualquier hora del día el apoyo y el cariño de una madre y un padre que tenían en común el respeto por sus vidas distintas y el apego por el mantenimiento de una formación en la que ambos compartían el compromiso. Ella desde la casa y la abnegación, él desde la calle y su casa. Advertencias, sugerencias, consejos y reclamos que nos fueron formando a imagen y semejanza de lo que uno y otro esperaban de nosotros.

¡Qué bueno ser de Monte Plata!

Un pueblo que nunca tuvo un cine, un teatro o una escuela de arte… En cambio tenía el parque de las mil y una vueltas. La iglesia católica y sus cánticos y el padre Martín, la iglesia evangélicas y sus alabanzas que tejíamos en madejas veraniegas y Héctor Prensa. También estaban los Pentecostés y su apasionado estilo de hacer canto y oración con fe y entrega en cuerpo y palabra. Los niños y las niñas nos salvábamos de la dictadura de las religiones impuestas porque podíamos ir –y lo hacíamos– a todas las iglesias y en cada una de ellas encontrábamos el mismo anhelo –con distintas formas y ceremonias– de ser favorecidos con el amor y la gracia divinas.

¡Qué bueno ser de Monte Plata!

Pienso mientras recuerdo la barra de Dámaso Adón y sus boleros y las primeras bachatas y la de Kika y las primeras canciones de protesta y las mejores canciones de un amor que no entendíamos pero que lo cantamos con tanta inocente emoción.

Conocer esa zona prohibida que denominaban Los Carrandales a donde iban los hombres a tomar ron y a bailar con mujeres desinhibidas que bailaban y bebían por complacer a quien habría de pagar la noche y sus favores.

Hasta tenía una que era mi vecina y en cuya pared leí por primera vez, mal escrito con un carbón que el que «no paga alante… no s…», pero escrito con c de casa.

¡Qué bueno ser de Monte Plata!

Me digo mientras intento elegir entre tantos recuerdos y tantos sucesos aquellos que sean dignos de contar en este momento en que pensaba contarles que cumplimos 400 años de estar allí, en esa comarca a la que llegamos temblando de miedo sobrevivientes de las devastaciones ordenadas por Osorio en el 1605.

Me llevaría toda una vida contarnos desde el recuerdo y no tengo ya espacio para contar este presente en el que tiemblo y me pregunto si este pueblo de hoy, sin trabajo, con violencia, drogas y naciones, en el que apenas se puede dormir, puede seguir siendo mi pueblo o cómo hemos llegado a tener los vicios de la ciudad sin alcanzar ni remotamente esta estatura.

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