Se me antoja 
Esta mujer se despide

Se me antoja  <BR><STRONG>Esta mujer se despide</STRONG>

POR MARIVELL CONTRERAS
No me cabe dudas de que lo tuve todo; aunque no lo sabía.  Me enteré ahora que todas mis pertenencias caben en una maleta – y sobra espacio – y en que todas las personas con las que pensé, contaba, son sólo nombres y recuerdos repartidos entre mi memoria y mi corazón.

Es duro reconocerlo.  Pero estoy sola en un país al que no pertenezco, ni quiero y sin la remota esperanza de partir a mi patria y a mi gente; no tengo casa que me albergue ni brazos que me esperen.

Ya paso con creces de los 50 años y no me he casado nunca.  No tengo ascendentes cercanos y  la única descendencia que consideré mía fue una perrita chihuahua llamada Pichi que murió antes que yo.

La muerte también se llevó al único ser humano que me hizo sentir querida y segura; mi padre.  Para que él no se sintiera solo en su merecido paraíso al poco tiempo le siguió mi madre.

Mi única hermana, favorita de mi madre y antagonista natural mía, nunca me quiso cuando fuimos una familia y respiró aliviada por no tener que compartir más la mesa en Navidad y otras celebraciones «sagradas».

Tuve amores, pero no marido.  Un gran amor a quien le di el chance de convertirme en hueso y pellejo y en cuyo honor no tuve hijos para evitarle un disgusto mayor a su mujer y a su madre.

Estudié todos los años que pudo pagarme mi padre -y podía mucho-.  Estudié periodismo, televisión, locución, sicología, análisis conductuales y me convertí en la consejera particular de todas mis amigas y las que conocía en cualquier lugar con una increíble facilidad.

Con tantas ocupaciones y tan poca necesidad, ¿para qué iba a trabajar?

Mi padre seguía apoyando mis deseos y esto aumentaba el abismo y la distancia entre todos los que nos rodeaban.  Pudimos habernos quedado solos en el mundo y habríamos sobrevivido, pero me dejó sola cuando ya no puedo cambiar la ruta de mi vida.

Me lo decía, mi hija qué va a ser de ti, cuando me vaya.  Y, no han pasado ni tres años y ya mi barco perdió el sendero. Vendimos todo, repartimos todo; nos dividimos y ya no tengo nada.  Vine a los Estados Unidos de vacaciones y me quedé.  Quería un marido para hacer residencia.  Estaba dispuesta a pagarlo y hasta en este intento fracasé.  Se me agotó el tiempo y el dinero en un momento en que estoy fuera de todos los mercados.

La dueña del apartamento donde vivo me dio hasta hoy para que me vaya y su argumento para hacerlo es convincente «o se va o la migra».

Está todo listo para hacerlo; debo irme pero no puedo salir a esas calles de Dios como una harapienta «si mi papá me ve se muere otra vez» ni puedo provocar que me devuelvan a mi país «a donde no me queda más que el terreno para mi tumba» y ni siquiera la seguridad de que alguien tome la iniciativa de dirigir por tan buen camino mis huesos.

En un último intento llamo al hombre que fue mi vida, quizás para pedirle la dirección para enviarle este texto; pero está reunido dice su secretaria, que quiere el nombre de mi empresa y el asunto y aunque quiero decirle que no es asunto suyo e imponerme como ya lo he hecho tantas veces en mi vida, sólo cuelgo.

Me siento en el centro de estas cuatro paredes y escribo sin importar para quién. Pero preguntándome quién será la primera persona en abrir la puerta, en leer la carta que pongo ahora en esta mesa; en mirar mi maleta, subir la escalera y sorprenderse –sin una sola lágrima- por la belleza en el silencio de esta latina envuelta por  fin en la temperatura de esta ciudad, a la que tanto odié y a la que finalmente decido entregarme.

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