Se me antoja
Lo que nos dicen

Se me antoja<BR><STRONG>Lo que nos dicen</STRONG>

POR MARIVELL CONTRERAS
Recuerdo que más de una vez, en esos cotilleos, chismes y comentarios pueblerinos, que casi siempre, por lo menos hace unos años, versaban sobre la castidad y bondad de «Las muchachas», pues como no es noticia para nadie, los hombres no necesitan ni candados ni comentarios acerca de estas «virtudes».

Fue en una de esas tantas, ¿o en la mayoría?, que escuché la expresión: «ésa no es señorita ni del oído, porque lo primero que le metieron fue el cuento».

Muchos años pasaron, y muchos libros leídos, cuentos oídos, seminarios hechos para entender la verdad absoluta de esta expresión, en mí y en las otras.

Yo entendí que la palabra es la seducción natural de la mujer.  Si los hombres se sugestionan con lo que miran (que no necesariamente es la cara), las mujeres caemos rendidas a los pies de quien nos habla lindo.

De aquél que es capaz de pintar con palabras las necesidades psicológicas y espirituales de nuestra alma.

Nada mejor que una palabra, que una frase –en estos tiempos no me atrevo a decir que un poema, so pena de sufrir una gran decepción-, para abrir el corazón de una mujer.

Siempre, y ya eso no tiene que ver nada con la maledicencia, lo primero que nos impresiona de un hombre es su palabra.  La palabra que pinta el paraíso soñado.

Esa palabra que se mantiene como una verdad irrefutable, que dice lo que se anhela, aunque racionalmente no podamos certificar que vamos a salir agraciados con una experiencia de amor eterno.

Cuando un hombre nos declara «únicas», nosotras nos creemos únicas.  Si nos dice que no han amado a nadie como a nosotras. Que nos amaran siempre y que serían incapaces de engañarnos, no lo creemos del todo, pero lo queremos creer.

Es lo que necesitamos para ser felices. Creer a fe cierta, que lo que el hombre que nos ha flechado, palabra tras palabra, es una verdad, como un templo.

El lenguaje de la seducción es el que le ha dado vida a la literatura y a la cultura literaria y creadora, le ha dado vida a la poesía y nos ha permitido la vida.

Por eso me pregunto, por ejemplo, ¿cómo puede una mujer golpeada inmisericordemente una y otra vez, creer que ésa será la última vez?

O, ¿cómo puede una mujer creer una y otra vez que el marido infiel –por naturaleza-, dejará de cortejar y hacer el amor a otras, por el simple hecho de que se lo prometa en medio del apuro de no querer perderla?

Sólo porque la palabra tiene un poder más allá de lo que pueden explicar los diccionarios, los fiscales y la experiencia.

La palabra es la que une y es la que separa. Es la que engancha y la que desata.  Importa lo que decimos, o lo que nos dicen, pero sobre todo, importa cómo lo decimos.  El tono, el color y la expresión de nuestra cara, de nuestros ojos y de nuestras manos. Todo tiene que conjurarse para que el ejercicio de la seducción surta efecto.  Y, cuando el mecanismo neurológico de una persona, más en las mujeres que los hombres, se dispara aceptando una palabra o una frase como buena y válida para darle entrada al amor en su vida, faltarán muchas otras –malas y feas palabras- para quitarle el valor primario que el corazón y hasta el cerebro, le dieron.

Si quieres mantener el amor en tu relación, ponle palabras bellas y buenas.  Si quieres matar de desilusión a una mujer, basta con ensartar una serie de palabras insultantes y feas…que son el mejor epitafio para un amor que perdió la seducción de la limpia y hermosa palabra.

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