¿Se pueden convertir las élites?

¿Se pueden convertir las élites?

POR JOSÉ LUIS ALEMÁN S.J.
En las últimas décadas se ha enfatizado la eficiencia de los mercados y el positivo impacto social de reducir el papel del Estado a la regulación económica abandonando la producción de bienes y servicios que no  sean “públicos” o al menos “meritorios” (educación, salud, seguridad social…).

En el elogio del libre mercado juegan un papel legitimador los consumidores que eligen los bienes y servicios que ellos prefieren emitiendo así señales claras de lo que es producible y vendible  y, más convincentemente, de lo que no desean. Los consumidores serían así los soberanos del proceso económico; el Estado jugaría un papel complementario pero imprescindible si se limita a mejorar mediante transferencias fiscales la dotación de recursos  de quienes menos tienen para que también ellos hagan resonar sus preferencias y a regular y favorecer  comportamientos empresariales que respeten el ambiente, permitan mayor competencia entre ellos y cumplan  los derechos laborales y comerciales

 Hace más de cuarenta años Galbraith, el hoy respetado y venerable “enfant terrible” de la economía, señalaba la irrealidad del supuesto carácter puramente económico (oferta y demanda) de la empresa que simplemente reacciona a las preferencias manifiestas de los consumidores.  La competencia elimina a los productores menos eficientes y facilita el surgimiento de grandes empresas que a través del marketing y de la tecnología imponen productos y precios  a los consumidores. La soberanía de los consumidores se reduce a reaccionar ante las empresas y no brota de sus necesidades. En buena parte las grandes empresas son los nuevos soberanos porque crean necesidades.  El Estado  fuerte es consiguientemente necesario para limitar el poder de las grandes empresas y no sólo para regular su comportamiento.

Obviamente esta crítica sirvió hasta los ochenta para legitimar bastantes masivas  intervenciones del Estado incluso en el campo de la producción. Estas intervenciones para corregir la debilidad de los consumidores pobres o para asumir el liderazgo de la producción casi siempre deficitaria en sectores estratégicos exigieron más y más impuestos -en Europa los ingresos estatales varían entre 45 y 60% del producto- o más financiación por el Banco Central o sea inflación. La rebelión de los contribuyentes contra la actividad estatal se hizo sentir en las elecciones.

Como siempre no bastó esta rebelión de los contribuyentes para lograr un nuevo esquema de ordenamiento social; una justificación racional era necesaria y se logró develando las debilidades de la política económica. Tres fueron las principales: a)el Estado ni es omnisciente ni omnipotente para remediar las desigualdades sociales; b) no existen políticos ni burócratas que busquen consistentemente el bien común porque en la naturaleza del ser humano está su inclinación a elegir siempre lo que es personalmente más agradable (Bentham); c) todo gobierno para permanecer en el poder necesita favorecer a los  más suyos con empleos, privilegios  y contratas; o sea no es neutral para todos, busca preferencialmente el bien de unos pocos o muchos. Nadie con un mínimo de conocimiento de la realidad negará que, a pesar de su carácter ideológico, esta crítica, desprestigiar al Estado y a los partidos, se apoya en muchas penosas realidades.

El ataque, dice Hurtado,  no se fundamenta sólo en los modestos resultados económicos y sociales sino “en el escrutinio sesgado que reciben de medios de comunicación y organizaciones de la sociedad civil, reacios a reconocer sus aciertos, como también el menosprecio que reciben de intelectuales y técnicos”. Schumpeter se expresó de manera similar al discutir el impacto del periodismo político sobre los sistemas capitalistas.

Dos notables economistas, Buchanan y Tullock, formularon hacia 1960 la teoría de los grupos de interés que concibe la acción pública como reflejo  de la presión de esos grupos (captura del Estado)  y del Estado como agente de un principal muy heterogéneo. Incluso el hecho de que otros notables economistas como Stigler, Becker y Niskanen muestren una clara orientación de mercado, contribuyó a cuestionar el poder y la voluntad estatal para regular la sociedad en aras del bien común.

Los resultados más obvios aunque no siempre queridos de esos cuestionamientos han sido la aceptación frecuente de la inviolabilidad de las reglas fundamentales del mercado, la mayor concentración de ingresos, la desigualdad del poder social y la fuerte debilitación de la capacidad regulatoria estatal. Las élites sociales, en el sentido de Pareto,  ofrecen una eficaz resistencia a todo intento de democratizar social y no solo electoralmente el poder. Sin un mínimo de poder social que permita exigir igual justicia y mejores oportunidades para todos la gobernabilidad incluso la económica  y la democracia como dominio del pueblo y no sólo como resultado electoral es una quimera.

Se impone entonces investigar si las élites pueden “convertirse”. No se niega la necesidad de élites que manejen el poder estatal, siempre tiene que haberlas, sino del acceso del “pueblo” al poder y de la forma de usarlo.

Convertirse significa cambio radical. Como la psicología humana tiende a la inercia, al equilibrio de lo existente, la conversión resulta difícil. No hablemos sólo de la conversión religiosa o de la conversión moral. También la conversión política lo es aun cuando la realidad compela a ella; pregunten a comunistas sinceros de otro tiempo, de antes del muro de Berlín, si les fue fácil cambiar o reinterpretar la interpretación de su compromiso. La conversión de las élites defensoras de sus intereses personales o grupales a promotoras privilegiadas del bien común resulta igualmente cuesta arriba.

La raíz de  la resistencia a todo cambio radical no está, sin embargo,  solamente en la renuncia a lo que se consideraba propio -religión, militancia, poder, riqueza-  que obviamente es enorme, sino a la negación  de que está uno en el camino correcto.

 Cree el verdadero creyente que su fe, o su  falta de ella para la persona secular, es la única opción vital importante y no ve la posibilidad de convertirse. Hablo por supuesto del creyente convencido no del cuasi creyente practicante. Cree el vergonzosamente enamorado que sin el otro no hay vida. Cree el empresario que el origen y el manejo de  su riqueza es el resultado de las reglas generalmente aceptadas del mercado. Cree el político que también la política tiene sus reglas dictadas por la vida. La “vida”, lo que predomina, justifica su actitud. Por eso el político o el empresario auténtico rechazan por instinto todo cuestionamiento adverso y en el mejor de los casos tratan con mal disimulada condescendencia a los profesionales de la moral pero ignaros de la realidad. Hasta la Iglesia reconoce la “autonomía de las realidades terrenas”, de la razón práctica kantiana.

Desgraciadamente para convertirse hay que cuestionarse lo que uno hace y cuando la situación inicial es valorada muy positivamente no se aprecian fácilmente  motivos poderosos para el cambio y para su inicio: cuestionamiento de la justificación  que ampara nuestra opción inicial. La naturaleza humana reclama al ser interrogada sobre su manera de proceder una justificación sea  o no ideológica en el sentido marxista de simple defensa de intereses. El ser humano es un animal con conciencia no sólo consciente. De ahí la elevación a categoría trascendental, o sea última, de cualquier cosa que nos apoye: la costumbre, la naturaleza de las cosas, el ejemplo de los sabios o de la multitud, la moda, la fe, la moral. Por ahí comienza el campo de batalla de la conversión, campo  que casi nunca queremos pisar. El cuestionamiento viene de áreas distintas.

Hay que reconocer que la economía, como la polito logia, tiende a justificar cuanto parece tener resultado favorable fácilmente constatable. Ni de la una ni de la otra ciencia parte el cuestionamiento de lo que hacemos sino de otra esfera. Curiosamente desde la política se cuestionan las decisiones o los resultados económicos, y desde la economía los políticos. La mala distribución de la riqueza, por ejemplo, presenta un reto para la gobernabilidad permanente, y desde la economía se critica el populismo dadivoso del Estado o del partido. Por supuesto desde una visión humanista de la persona se cuestionan la política o la economía y desde ambas el idealismo utópico de los humanistas. Etcétera, etcétera.

Hay que aceptar que el carácter exógeno de una crítica que procede de campos distintos al que se practica conduce fácilmente a una viciosa guerra de guerrillas de rechazo de competencias y de ataques insustanciales. En apariencia este diálogo de conversión es la negación de la lógica y del intelecto pero sólo en apariencia; de hecho nada más intelectual.

Toda ciencia avanza fijándose sólo en un aspecto de la realidad que se estudia desde el matemático hasta el técnicomanual de cualquier oficio. No se suman peras y manzanas sino sólo el elemento cuantitativo, unidades, de ellas. Sin embargo la realidad “manzana” como la realidad  “pera” abarca mucho más que su cuantificación. El químico y el cocinero o el consumidor lo saben bien pues los números no se comen. Puede el matemático afirmar que su campo es el más importante. Lo mismo dirá el químico. Lo que intelectualmente no pueden hacer es negar  otras dimensiones y que una visión más integral sería de desear aunque prácticamente la extrema especialización científica lo obstaculiza o mejor dicho no permite una gran profundización en todas. Sólo personas más curiosas intelectualmente analizan así diversas dimensiones de la realidad.

La crítica “exógena” de la “realidad” económica o política debe ser intelectualmente bienvenida porque se acerca más a la realidad   aunque sea más competente en una de sus dimensiones.

Resta tratar de identificar qué otro campo de la realidad social se presta más para iniciar el cuestionamiento de la realidad política o de la económica. Por lo menos en nuestra cultura judeocristiana la realidad exógena más importante intelectualmente es la “humana”, la que estudia los valores y comportamientos de los seres humanos, la  “historia” y la “antropología” o estudio fenomenológico del hombre en sociedad. La ciencia que estudia sus frustraciones y anhelos es primera candidata para enriquecer mediante la crítica la economía y la política. Lo menos que podemos esperar de estas dos ciencias es que de ellas oigan las otras  las quejas y deseos del hombre. De su escuchar depende el enriquecimiento y la utilidad de la economía y de la política. También podemos y debemos afirmar lo mismo hasta de la filosofía, la moral y la teología.

La historia y la antropología nos dicen que la economía, como ciencia y como práctica, no basta para lograr una solución satisfactoria a los deseos humanos porque muchas personas no pueden desarrollar sus potencialidades por falta de recursos. De la polito logia afirmamos lo mismo: sin cierto grado de poder social el hombre no es ni remotamente dominador o colaborador del mundo.

Por ahí, por algo parecido, puede empezar el cuestionamiento de la justificación intelectual  de nuestra posición económica o política, antesala de la conversión de las élites. O sea ni la economía ni la polito logia se bastan intelectualmente para justificar su inmovilismo.

Del cuestionamiento a la lucha por la conversión 

Sabemos que muy rara vez la conversión es resultado del cuestionamiento intelectual de nuestras posiciones. Aunque normalmente esta etapa de maduración intelectual  nacida de una crítica externa es necesaria para la conversión solemos los seres humanos requerir mucha presión también externa de parte de líderes o grupos sociales cuestionantes. Sin pasión la acción social innovadora apenas nos impresiona. Resulta importante indagar sobre los posibles candidatos. Entre ellos figuran las Iglesias, los  grupos políticos radicales y los intelectuales radicales. Hoy hablaré sólo del modo como la Iglesia Católica concibe su papel social.

Las Iglesias pueden ejercer presión sobre las élites de varias maneras: a) criticando (“profetizando” en la jerga eclesiástica), anatematizando u organizando “cruzadas” o campañas contra las élites fundamentadas en principios religiosos; b) acercándose a instancias de poder estatal (¿pero no está influenciado hoy en día por las élites? ) para que las fuercen a una conversión; c) dialogando con las élites sobre las características de una mejor sociedad aceptando las normas de convivencia existentes: pluralismo de opiniones, madurez del hombre religioso o no religioso, capacitación para una educación cívica, hablar y oírse  todos con dignidad excluyendo “condenaciones inútiles” aunque presentando razones y motivos que respalden sus opiniones;  d) estimulando a los cristianos a incursionar en la política y a proponer soluciones “ no cristianas” (no hay políticas cristianas) pero sí acordes con valores evangélicos); e) practicando la caridad y la misericordia con los necesitados de la sociedad -pobres, enfermos, inmigrantes, marginados- sin querer imponer  soluciones institucionales (tarea del Estado) ni proselitistas que empañen la visión del amor a los demás, estilo Madre Teresa de Calcuta.

Los cristianos hemos pasado por etapas históricas que han privilegiado una de esas formas de presión más o menos congruas con el ámbito cultural de su tiempo. Pablo VI, profundo pensador social, rechazó las opciones a) y b) y estimuló la c) (Ecclesiam suam, n. 72) y a la d) (Octogésima adveniens, nn. 46-50). Benedicto XVI recalca ( aceptando las c) y d)), la e) (Deus caritas est, n. 28).

En oposición a tendencias fundamentalistas Benedicto XVI reconoce que el orden justo de la sociedad es una tarea principal del Estado que debe regirse por la justicia (“apartada la justicia ¿qué son los reinos sino latrocinios grandes?”), que la Iglesia y el Estado son distintas fundamentalmente (dar al César lo que es de él, y a Dios lo que es de Dios, Mateo 22, 2l): “no es tarea de la Iglesia el que ella misma haga valer políticamente la Doctrina Social;  si quiere servir a la formación de las conciencias en la política y contribuir a que crezca la percepción de las verdaderas exigencias de la justicia y, al mismo tiempo, la disponibilidad para actuar conforma a ella, aun cuando esto estuviera en contraste con  situaciones de intereses personales”. “La Iglesia como institución tiene el deber de ofrecer mediante la purificación de la razón y la formación ética, su contribución específica, para que las exigencias de la justicia sean comprensibles y políticamente realizables. La Iglesia no puede ni debe emprender por cuenta propia la empresa política de realizar la sociedad más justa”. “El deber inmediato de actuar a favor de un orden justo de la sociedad es más bien propio de los fieles laicos. La misión de los fieles es, por tanto, configurar rectamente la vida social, respetando su legítima autonomía y cooperando con los otros ciudadanos según las respectivas competencias y bajo su propia responsabilidad”.

Sí desea la Iglesia  ser testimonio del amor de Dios a todos los hombres especialmente a los necesitados, aunque también sin considerarse actor único. “La Iglesia es una de las fuerzas vivas que unen la espontaneidad con la cercanía a los hombres necesitados de auxilio: en ella late el dinamismo del amor suscitado por el Espíritu de Cristo. Este amor no brinda a los hombres solo ayuda material, sino también sosiego y cuidado del alma, una ayuda con frecuencia más necesaria que el sustento material”.

En el fondo, me parece, la Iglesia busca mediante la práctica de tantos fieles que dedican su vida a la ayuda a los necesitados hacerse creíble en sociedades seculares. La autoridad moral no se impone, se gana. Obviamente una cosa es la realidad y otra la intención o la palabra; entre ambas la distancia puede ser considerable. Recordemos, con todo, que lo escrito “oficialmente” y en los Evangelios puede esgrimirse por enemigos y por algunos amigos para forzar reformas.

Es altamente probable que la “conversión” de las élites sea más el resultado parcial del ataque de grupos políticos y de intelectuales radicales que les prestan justificación y expresión que de una urgencia moral eclesiástica aun respaldada por hechos. De eso, tal vez otro día.

Conclusión

Las élites pueden convertirse. Pueden hacerlo humanamente aunque siempre bajo presión externa. La alternativa ¿será que las conviertan a la fuerza?

Publicaciones Relacionadas

Más leídas