La Semana Mayor nos deja la pérdida física de Gabriel García Márquez, un grande de la literatura, que descubrió a los latinoamericanos el espacio mágico donde siempre puede ocurrir lo inimaginable. Lo conocí adolescente, cuando las clases de literatura obligaban a escudriñar en las obras literarias. Durante años estuve en guerra con él. Su literatura me parecía a veces demasiado historiografiada; a veces terriblemente monótona y aburrida, como la estación de lluvia de “El general no tiene quien le escriba”. Y así mismo dejaba mi alma: húmeda y llorosa. “Cien años de soledad” dejó en su primera lectura mil años de aburrimiento por una dinastía en la que todos los varones eran Aureliano Buendía y yo, tonta de mí, tenía que volver atrás a decenas de páginas para entender si el Buendía que leía era el segundo, el tercero o el cuarto.

Discutí acremente con García Márquez a raíz de su teoría sobre los signos de puntuación. Yo, de mente rígida y unidireccional, no entendía la amplitud de su análisis, basado en alguna medida en el ritmo natural de la anatomía; la puntuación definida más por los espacios otorgados por la respiración que por una ley escritural.

Un buen día, en un ejercicio de aprendizaje de periodismo autoimpuesto, entregué una nota a un periodista español para que la evaluara, y quedé sorprendida cuando me confió que le delataban a una apasionada de García Márquez. Pero aun así, renegaba de su literatura. Creía que la única identidad posible con El Grande de Aracataca era haber nacido en un territorio en donde lo inimaginable germinaba todos los días con la salida del Sol. Colombia y República Dominicana en un duelo por el realismo mágico. Empecé a comprar sus libros como aquel que busca conocer a su oponente. Y cuando ya empezaba a entender que podía existir en el mismo espacio vital que García Márquez (extenuada por librar batallas imaginarias y desiguales con un molino de viento tan portentoso), conocí la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano…