Sembrar coca en Colombia: un gran negocio para otros

<STRONG>Sembrar coca en Colombia: un gran negocio para otros</STRONG>

MONTAÑAS DEL CAUCA, Colombia, (AFP).- «La gente cree que uno es rico por plantar coca, pero casi no alcanza para la familia». En las montañas de Colombia, Manuel se dedica a esta actividad ilegal con amargura al comparar la situación de los campesinos con las fabulosas ganancias de los narcotraficantes. Recorrer esta zona de conflicto del departamento de Cauca (suroeste), de fuerte influencia de la guerrilla FARC, es posible porque Manuel ha accedido a hacer de guía.

 El campesino, una cara conocida entre los pobladores, quiere mostrar las razones que llevan a decenas de miles de familias en Colombia a afrontar los riesgos que implica sembrar coca, la materia prima de la cocaína. Este cultivo ofrece cuatro cosechas al año y en cada una de ellas Manuel recolecta unas 4,5 toneladas de hoja de coca, que vende al equivalente de 0,7 dólares el kilo, a lo cual debe restarle el costo de sus empleados y los fertilizantes.

Plantar yuca o maíz, compara, sale peor «porque llevarlo al pueblo ya nos cuesta más que el precio al que nos lo compran». Los sacos llenos de coca sí los vienen a recoger los traficantes, aunque ya no lo hacen tan rápido ni pagan mejor que antes.

 Al parecer los precios de la coca se han congelado en los últimos dos años en Cauca. Aunque este plazo coincide con el descenso del consumo de cocaína en el gran mercado estadounidense señalado por la ONU, Manuel atribuye las dificultades del comercio a la creciente presencia del Ejército y los constantes choques con las FARC, lo cual ahuyenta a sus ‘clientes’ hacia otras regiones.

Cauca fue uno de los dos departamentos colombianos con más hectáreas dedicadas al cultivo de coca hasta 2010, cuando fue superado por el vecino Putumayo (sur) y Guaviare (sur).

 «La militarización nos complica, porque ni podemos trabajar ni hay quien venga a comprar el producto», asegura el campesino, que también resalta que llevan años solicitando al gobierno un plan de ayuda para nuevos cultivos.

«La guerrilla respeta al cultivador» En el recorrido por la zona cocalera no se advierte presencia militar. El único elemento visible de los bandos en disputa es un joven vestido de civil que se desplaza en moto y se acerca al grupo al llegar a una pequeña escuela.

El vigilante de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) se retira cuando reconoce a Manuel. Del control que ejerce la guerrilla entre la población Manuel prefiere no hablar mucho, pero quiere aclarar que los rebeldes no exigen ‘vacuna’ (impuesto) por cultivar coca, al contrario de lo que denuncia el gobierno.

«A los campesinos nos respetan, sólo cobran a los que se llevan la coca para procesarla», precisa. «Incluso nos regañan por no plantar más comida. Dicen que debemos prepararnos por si el conflicto empeora». Sólo unos cuantos metros separan al patio de la escuela de un frondoso campo de coca.

El conflicto, alertan los profesores, ha dejado una marca en todos los niños que exteriorizan de diferentes formas. «Unos están cohibidos en clase y lloran al escuchar explosiones. Pero a otros les fascina ver y escuchar la guerra.

 Y cuando les decimos que se tienen que ir a casa nos preguntan si tenemos miedo», relata un maestro. La violencia, arraigada en esta región desde hace casi medio siglo, no es el único obstáculo para los que buscan un cambio a través de la educación. «El Estado tiene mucha responsabilidad en el conflicto porque no ofrece los recursos necesarios. Aquí tenemos muchas necesidades. No nos han mandado ni una escoba para barrer», recalca el maestro.

Los niños ‘raspachines’ Antes de partir, el profesor hace notar la escasa presencia de alumnos adolescentes. A partir de los 11 años empiezan a faltar a clase cuando llega la cosecha de coca, unos por necesidad familiar y otros para sus propios gastos. Seis jóvenes que trabajan en un pequeño laboratorio, camuflado entre los cultivos, dicen ganar cada uno 30.000 pesos diarios (USD 16) por el primer procesamiento de la coca. Después de triturar la hoja y macerarla con agua, cemento y sal, los trabajadores dedican horas a caminar en círculo por encima de la mezcla para compactarla.

Al acabar la sumergen en barriles con gasolina y le aplican ácido sulfúrico para separar el alcaloide de la cocaína. Hasta el laboratorio, de unos 12 m de largo y 6 m de ancho y que despide un fuerte olor a gasolina, llegan los ‘clientes’ a llevarse la pasta de coca hacia sus cristalizaderos, donde le aplicarán sustancias mucho más costosas y difíciles de adquirir.

La última parada del recorrido es una visita a los ‘raspachines’ (recolectores de coca), hombres y mujeres que se pasan el día deshojando los arbustos con las manos desnudas. Su salario depende del volumen que entreguen al final de la jornada pero pueden percibir hasta 40.000 pesos (USD 22), una suma que también atrae a los más jóvenes a los campos.

«¿Para qué estudiar?», se pregunta uno de los ‘raspachines’. «Termines o no la escuela tendrás el mismo trabajo».

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