Sendas de tribulaciones y desatinos

Sendas de tribulaciones y desatinos

Se cuenta del Presidente Manuel Jiménez que durante lo más álgido de la segunda campaña de Haití contra República Dominicana, era fácil hallarlo jugando gallos. De ahí que se juzgara imprescindible la presencia de Pedro Santana, que poco antes había decidido retirarse a su hato del Prado.

Santana retornó a la cabeza de sus fieles coterráneos, y de los del batallón Ozama, y con rumbo al sur frenó la invasión de 1849. A poco marcharía sobre Santo Domingo para desplazar a Jiménez y retornar al mando que resignase año y medio antes.

Dos años antes nos visitó David Dixon Porter, un oficial de marina de Estados Unidos de Norteamérica, enviado para recabar información respecto de la nueva República. Su misión era observarnos, casi conocernos, y ofrecer su opinión respecto de la viabilidad del Estado Dominicano. Recorrió parte del país, pero algunas de sus más valiosas observaciones aluden a la ausencia de procedimientos y servicios públicos, propios de una sociedad de su época. Al escribir sobre nuestras maneras destaca el escaso laborantismo que mostrábamos, pero lo justifica señalando que estábamos en pie de guerra. Esta explicación, vale la pena consignarlo, se la dieron los miembros del gabinete.

Por esos tiempos no se cuestionaba a los gobiernos por mostrarse renuentes a dotar a las comunidades de servicios apropiados a su desarrollo. En el período siguiente a la proclamación de la independencia, eran los gobiernos un órgano aglutinante de la defensa de los derechos patrios. Luego se entendieron como mero instrumento de satisfacciones individuales para aquellos que lograban quedar en sus más cimeras posiciones. De ahí el interés por suplantarlos, para repetir este modelo pero conmigo y mis amigos.

Proverbial es lo acontecido a Ulises Francisco Espaillat en 1876. Fuimos a su farmacia a sonsacarlo. Y como él escurriese el bulto, le escribió Gregorio Luperón instándolo para que nos permitiera ponerlo en la Presidencia de la República. Una de las condiciones que nos puso fue que, a partir de su gestión, suprimiésemos la depravada costumbre de usar el erario público para satisfacer apetencias particulares. Y sobre todo, aquellas derivadas del quehacer grupal y el financiamiento de las caóticas asonadas. Luperón le hizo promesa de que esa norma se implantaría.

Pero el propio Luperón abandonó al Presidente Espaillat a la suerte de unos insurrectos que troncharon ésta y otras iniciativas civilistas a dos meses de su nacimiento. Porque en realidad, nadie creyó por aquellos días que era conveniente fomentar la producción agrícola e impulsar obras de infraestructura para incentivar el crecimiento del país. No para ello se formaban los gobiernos, sino para depredar el erario público.

No es el único caso, aunque es tal vez es el más conspicuo. Al presbítero Fernando Arturo de Meriño lo presionaron porque se comprometió a sanear las cuentas públicas. No tuvo él ningún interés en continuar en el poder más allá del término de su bienio, pero la depuración de los vales de los líderes revolucionarios contra el fisco le supuso no pocos dolores de cabeza.

No existía propiamente una nación que tuviese conciencia de su carácter y, por ende, de la necesidad de alcanzar objetivos altruistas y populares. De modo que cayendo hoy y levantándonos mañana sobrevinieron regímenes de facto y de fuerza contra espaciados intentos civilizadores. Y tras los infaustos acontecimientos, la ocupación extranjera de 1916. Tocábamos fondo.

De tan largas y aciagas jornadas debimos aprender que los gobiernos nos representan no para imponérsenos, sino para procurar el bien común. Mas debimos todavía atravesar la dolorosa etapa encabezada por Rafael L. Trujillo. Fue nuestra hechura, por lo mismo que la incuria social y política permitió la fractura de la institucionalidad democrática, fomentó la anarquía social y alentó la disolución nacional. La presencia de un mandatario como él se tornó necesidad en el anhelo de orden de muchos, aunque luego se sufriera la opresión para todos.

En buena medida estamos repitiendo pasajes del ayer. Enterramos las quimeras y despertamos la pasión del desatino. Como si no bastasen cuantos inopinados acontecimientos políticos caracterizaron el pasado, calcamos los desatinos y repetimos las incongruencias. Dios quiera que esta inconstancia histórica no sea preludio de renovadas inquietudes y mayores tribulaciones.

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