Sendas

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LEÓN DAVID
De dar crédito a los comentarios   que hasta mis oídos llegan, soy un escritor intimista. Cualquiera que pueda ser el significado que atribuya la gente a parejo vocablo, lo que está fuera de discusión es que he escuchado a más de una persona referirse a mis escritos por ese modo.

Y hasta es  probable que haya incurrido yo en conferirme ese imprudente calificativo en alguna ocasión. Sin embargo, procede aclarar de inmediato que en mis labios semejante término sólo implica que parto de la experiencia personal y que hago lo que está a mi alcance por sumergirme en ella. Soy intimista en el sentido de recoleto y, también, de que me empeño en no ser superficial, en no quedarme varado en la cáscara de los hechos. Me conturba la banalidad de la existencia; porque nada banal podría ser importante; y de lo que carece de peso y entidad ¿quién va a recriminarme por que haga caso omiso?… Si mi vida es trivial, monótona e insulsa a nadie sorprenderá que me vean darla de lado; cosa que, por cierto, constantemente hacemos. Nos relacionamos unos con otros como si la existencia humana no valiera un adarme, como si, antes bien, nos incomodara respirar y deseásemos desprendernos con la mayor premura de nuestra condición de seres vivientes. Y a no dudarlo alcanzaremos tan letal cometido en tanto no variemos nuestra actitud frente a nosotros mismos. Si persistimos en desvalorizarnos, en asumir que somos intrascendentes, una suerte de broma de mal gusto con la que el universo de sí propio se ríe, terminaremos por desaparecer de la faz del planeta, eventualidad que si bien no me turba el sueño, tampoco me resulta especialmente divertida.

 Cuanto más exploro los  parajes lustrales de mis íntimas certidumbres, más siento que tiene sentido el segundo fugaz de carne, sentimiento y conciencia en el que habito, porque el significado que a lo que soy otorgo si de algo depende es del grado en que me ha sido posible ahondar en las misteriosas latitudes del espíritu. No logro evitar que me asalte la sospecha de que si la relación con mis semejantes es anodina e insatisfactoria, ello se debe a que el vínculo que establezco con mis adentros es, de fijo, insuficiente e impropio. Si entro en conflicto con los que me rodean es porque también estoy en conflicto conmigo mismo. Quien ha dejado escapar su intimidad nada tiene y nada vale… Es intimista mi expresión porque mana de las entrañas, porque surge de los más remotos estratos del alma; porque no separo la emoción del concepto, como tampoco se me ocurriría separar el tendón del músculo; con mi carne hablo y desde ella; no en otro lugar echan raíces mis ideas; intimista soy porque pretendo ser cabal y de manera cabal me entrego en cada gesto de la vida, siendo la escritura simplemente una hebra más de la tupida malla de mi ser.

Sólo estoy en capacidad  de obsequiar a los hombres mi intimidad… les respeto y amo demasiado para ofrecerles algo menos substancioso. No me interesan las ideas a menos que las anime el latido de un corazón. Es imperioso que aprendamos a identificarnos con cada una de nuestras acciones; no basta tener razón; no basta decir nuestras verdades con claridad y lógica; es preciso que la razón que juzgamos tener consiga transformarnos; es menester que las verdades proclamadas nos iluminen el camino incitándonos a una nueva vida. Si lo que escribo no me cambia, mejor no escribo; si me limito a transferir el tedio, la agresividad y el desánimo que marcan la vida cotidiana del común de la gente a la escritura, entonces más me vale que guarde la pluma y rasgue los papeles.

Para levantarnos distintos  cada día nos acaricia el sol en la mañana; para encontrarme un poco más arriba, más a gusto y más pleno me entrego a la aventura de escribir; para que te enteres de que me siento así, publico lo que apremiado lees… No me tengo por impertinente aunque pueda a ratos parecerlo. Tampoco es mi intención molestarte, mucho menos escandalizar por afán de excentricidad y heterodoxia; no me impongo ser original; lo soy de manera natural y espontánea porque es siempre mi intimidad la que se expresa y en la intimidad –privilegiado recinto- palpitan los orígenes. No deseo ser distinto a los demás por mero placer de subrayar la diferencia, de modo que al contemplarme diga el vecino: ¡oh, miren que raro es! No me interesa ser catalogado como la pieza más extraña de un museo de curiosidades y anomalías. Yo simplemente intenté desbrozar el camino de la propia existencia dirigiendo mis pasos por el rumbo poco frecuentado de la alegría de vivir. Y descubrí que la alegría, como la pesadumbre, estaba en mí, y que, si yo quería, podía sacarla del armario y vestirme con ella. Descubrí también que se ajustaba mejor a mi cuerpo y que me complacía más su colorido que la sombría túnica de la tristeza, que los serios y polvorientos trajes con que hasta entonces me ataviaba. Empecé así a deambular con esa nueva indumentaria por la calle y corté el aliento a cuantos conmigo se topaban; algunos se enojaron, otros me aplaudieron, la mayoría siguió haciendo lo de siempre, pero todos me señalaron con el índice diciendo “he aquí un intimista”…   Pues bien, aceptaré el título ya que ustedes insisten. Me disgustan las etiquetas, pero más me disgusta disgustar. Por lo demás, yo nada tengo que decir que no proceda de los hontanares del yo, que no hunda sus raíces en las profundidades. Y puedo hacerlo porque conozco ese mundo recóndito y no le tengo miedo. No me da vértigo asomarme al misterio de mis propios abismos. No me atemoriza la mansedumbre inescrutable de mis aguas; muy al contrario, sólo en ellas puedo calmar la sed. Es por esa razón que nada oculto… ¿Por qué no hacen lo mismo los demás? ¿Será que ignoran lo que llevan adentro? ¿Será que temen encontrarlo? ¿Será que la vergüenza les impide hablar? ¿Será que no lo reputan importante? ¡Quién lo podría saber! Cada cual se las arregle como mejor le parezca con su evasiva intimidad. Libres somos para mirar y para cerrar los ojos. Yo decidí andar con los míos abiertos… ¿Qué has pensado hacer tú?

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