Señor Presidente, la salud del pueblo

Señor Presidente, la salud del pueblo

POR  SAMUEL SANTANA
Hace poco tuve que visitar a un miembro de mi congregación que se encontraba interno en uno de los hospitales que tiene Salud Pública en la ciudad de Santo Domingo.

Para mi fue sumamente difícil ver el cuadro tétrico de la sala donde se encontraba interno el hermano.

Aunque se trata de un centro destinado a dar un servicio vital a los pobres de este país, las condiciones en que se encuentra, es virtualmente inimaginable que puedan ser aptas para que un ser humano pueda recibir una atención que tenga que ver, precisamente, con la salud.

Cuando miré hacia el techo, las gotas de agua caían de manera torrencial. Un hombre no cesaba de pasar un suape para contener el constante liqueo que caía sobre la cabeza de todos los que se desplazaban por el pasillo.

Vi como un galeno colocaba un pedazo de cartón sobre su cabeza con el objetivo de evitar que los goterones estropearan su peinado y el blanco de su atuendo mientras se desplazaba de una sala a otra.

Los cubículos destinados a dar informaciones a los visitantes y familiares de los enfermos no reúnen la más mínima condiciones. El deslustre de la madera da la impresión de ser cuartuchos de prisioneros. Las computadoras destartaladas son sólo un aproximado distante de lo que se espera debe ser propio de un centro destinado a dar un servicio acorde con las demandas tecnológicas normales de estos tiempos.

En la medida que me desplazaba profundamente por el pasillo, los pelos se me ponían de punta.

Toda el área sin pintar, pedazos de papeles regados por doquier y una mugrosidad asqueante.

No menos preocupante es lo que se aprecia en cada sala donde se ven pacientes acostados sobre camas desaliñadas, cubiertas con sábanas traídas de casa y escupideras debajo. Los enfermos miran con ojos tristes mientras que el suero sujetado a la pared con un clavo oxidado dejaba escapar gotas que tratan de hacer milagros.

Estas son realidades que sólo se aprecian cuando uno se da lo que se llama “un baño de pueblo”.

La parte frontal o externa de los centros médicos públicos no dice mucho. Pero cuando uno se mete en el corazón de ellos, las cosas cambian.

Son sólo almacenes o depósitos de vidas humanas por quienes poco sienten los políticos de nuestro patio. Y como ellos no tienen voces, fuerza ni poder para expresar la angustia, la impotencia, el abandono y el abuso, todo sigue igual.

Al hermano Carlos Berroa lo colocaron en la cama mugrienta. La iglesia tuvo que comprar el medicamento que se le inyectaba diariamente porque el que había disponible era “muy malo”, según explicó discretamente una de las mismas enfermeras.

Yo que he tenido la oportunidad de realizar visitas pastorales en centros médicos en Estados Unidos y otras naciones del mundo, hacía la comparación y sólo un lamento de indignación salía de mis adentros.

Me duele mucho saber que los partidos políticos, los representantes de los intereses del pueblo, se gastan en una precampaña sumas escalofriantes de dinero, mientras que un área tan vital como la salud del pueblo es descuidada de manera inmisericorde.

Pienso que el Presidente de la República no sabe de estas cosas porque él ha confiado en funcionarios para que se ocupen de esto mientras él se encarga de dirigir cosas de mayor envergadura.

Cuánto anhelaría ver al mandatario de la nación poner su oído y ojo en las necesidades vitales del pueblo. Pero para que esto sea posible, él debe también cruzar la puerta que da acceso al pasillo de aquel hospital donde parece que uno se pierde a otra realidad y donde se tiene la sensación de que se va rumbo a las fauces de la muerte y del mal.

Mientras tanto, pidamos a Dios que se apiade de los enfermos pobres de este país.

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