Separados por un cristal

Separados por un cristal

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Ladislao se detuvo frente al mostrador de Aero Caribbean. -¿En qué puedo servirle señor? La joven empleada sonrió amigablemente.  – ¿Tiene usted reservación? – No señorita; necesito ir a Miami por dos días; mire aquí el pasaporte, mi identificación de extranjero residente, el registro laboral.  – Lo podría colocar en el próximo vuelo, con parada en Puerto Príncipe, pero tendría usted que comprar un pasaje de ida y vuelta. – Como no, señorita, expida el boleto de ida y vuelta. – No he visto muchos húngaros en Santiago; ¿reside usted aquí?  – No, resido en La Habana; vine a Santiago en autobús; un camino largo; pero he visitado Bayamo y conocido a muchos cubanos allí.

Diez minutos más tarde Ladislao ocupaba un asiento en el salón, frente a la puerta para abordar. Puso la valija en el piso, entre sus piernas. A cada momento se tocaba los labios con la punta del boleto. Desde el asiento Ladislao miraba a la joven que le había vendido el pasaje. Siempre sonriente, ella atendía el teléfono, a los pasajeros que confirmaban sus vuelos, a quienes hacían preguntas. La muchacha levantó una compuerta y salió del mostrador. Ladislao miró unos instantes sus zapatos con tacos de madera y las piernas hermosas que los movían. Fue sólo un relámpago de los instintos de un hombre en peligro. La mulata se acercó a los que esperaban – Pueden pasar, ya es hora de abordar el avión; a todos les deseo un buen viaje. Ladislao agarró la valija con su mano izquierda; en la derecha enarbolaba el pasaje.

Al sentarse dentro del avión Ubrique cerró los ojos. Pero la azafata le obligó a abrirlos y a levantarse.  – Señor, no puede tener la valija sobre las piernas; coloque su equipaje de mano en el compartimiento sobre su cabeza. La azafata no se detuvo; echó a andar por el pasillo. – Favor de colocar el asiento en la posición correcta; por favor, los cinturones de seguridad. 

Una vez el avión comenzó a rodar por la pista Ladislao se sintió aliviado. El rozamiento de las gomas contra el áspero pavimento lo tranquilizó un poco: era claro que se movía hacia otro lugar.  Tragó saliva; volvió a cerrar los ojos. Sintió que ya estaba suspendido en el aire. – ¡Cuántos brincos da el mundo! – ¡El mundo no da ninguna clase de brincos; los brincos los doy yo!  Ladislao Ubrique se contestaba a si mismo. ¡Qué podía yo hacer en un caso como éste! Le he creído a Lidia. Ella es inteligente y conoce su país. Es una mujer confiable, equilibrada, segura de si. No es posible vacilar; un solo error y ya no existes; o eres un guiñapo. ¿No será esta una manera de sacarme del juego? La llamaron desde su trabajo y no era más que una intriga de un chofer atrevido, irrespetuoso, desconsiderado. Di por buena la llamada a Santiago; acepté la explicación de Lidia al llegar a La Habana. Todo tiene que ser verdadero. Yo vi su cara en la notaría y en la estación, cuando la acompañé al autobús. ¿Por qué era obligatorio huir?  ¿Por qué ella tenía esa certeza? ¿Qué ocurrió en la Unidad?

Ladislao bajó del avión mareado. – Pasajeros en tránsito hacia Miami… por la puerta de la derecha. Entraron seis personas a un cubículo, rectangular y estrecho, rodeado por divisiones de cristal. El húngaro examinaba de reojo a cada uno de los que le acompañaban en la jaula de vidrio. Desde la silla veía pasar a los pasajeros de otros vuelos arrastrando el equipaje o en camino a las casetas de migración. Casi todos los que veía a través del cristal eran negros, hombres y mujeres. Notó, en el fondo del corredor, que se acercaban dos personas de piel más clara que los demás. ¡Oh Dios mío, ese es el periodista dominicano!  Se levantó del asiento, tocó el vidrio para llamar la atención. El hombre se detuvo. Ambos gesticulaban sin poder oírse. Ladislao, rápidamente, se aproximó a la puerta de salida.  

– Señor, los pasajeros en tránsito no pueden salir de este recinto. Era un sujeto uniformado, con la cara cansada y brillosa. El pasajero tocó con los nudillos el vidrio divisor, justo a la espalda del hombre uniformado; y sacó de su cartera un billete de veinte dólares. El guardián abrió la puerta; Ladislao interpuso el cuerpo y estrechó la mano del pasajero. – ¡Otra vez nos encontramos en un aeropuerto! Llevé a La Habana la certificación de la cárcel de Patagonia; la tiene la policía; me expulsaron enseguida, después de un interrogatorio sin violencia física. Me preguntaron que dónde había conocido al doctor Ubrique. Traje la certificación en la maleta; la abrieron. Parece que quieren venderla a otros servicios de seguridad o cambiarla por información; tal vez se trate de oficiales interesados en que no haya constancia de que ese preso pasó un año en el presidio de Ushuaia. La desaparición  del cubano, al parecer, no es responsabilidad del director de la cárcel. – Ya no pueden hablar más; deben circular; estoy violando las reglas; me pueden castigar. El tipo se limpiaba la cara con un pañuelo. – ¿Dónde se dirige ahora, doctor? – A Miami; no tengo visa para entrar en Haití. – Salí apresuradamente de Santiago por recomendación de una amiga, sin saber exactamente lo que había pasado en la oficina de la Unidad en La Habana. – Doctor, es muy extraño que solamente podamos cruzar unas pocas palabras en aeropuertos; este es el tercero.  Y ninguno de los dos trabaja en turismo. ¿Cuándo terminará su visita a los Estados Unidos? ¿Podría usted viajar a la República Dominicana la próxima semana? Puerto Príncipe, Haití, 1993.

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