Ser maestro es un acto de amor

Ser maestro es un acto de amor

Un buen maestro es un amigo…
Necesitas ser bueno, amigable y tener confianza en mí… debes escuchar y comprendernos a todos nosotros… y nunca perder tu calma o ignorarnos… Me gusta una sonrisa y una palabra amable. Rose, 9 años de Nueva Zelandia
Que nos quiera a todos nosotros
Un buen maestro debe tratar a sus alumnos como a sus hijos. Debe contestar a cualquier pregunta incluso si es una pregunta tonta. Fotoumata, 11 años del Chad.
A un buen maestro le gusta su trabajo: es un maestro que está preparado para su profesión, que está satisfecho de enseñar a sus alumnos. Tapsola de 12 años, Burkina Faso [1]

El artículo de la semana pasada tuvo un impresionante impacto. He recibido por todas las vías, redes sociales, correos, llamadas telefónicas y diálogos personales, reacciones de apoyo a mi artículo y a mi contundente crítica al exprofesor. Curiosa como soy, busqué por el mundo mágico de la cibernética y me he encontrado muchas reacciones similares. Esta es una de ellas:

Haberkorn: no te enojes, pero la culpa era toda tuya. En mi carrera tuve la oportunidad de ver como industrias enteras desaparecían por la llegada de las nuevas tecnologías. Esto no es ni malo ni bueno, algunas cosas murieron y otras aparecieron para reemplazarlas. Pero temo que el profesor (perdón, exprofesor) Leonardo Haberkorn es parte del grupo de gente que se resiste a estos cambios.
El concepto de periodismo ciudadano, que los chicos tengan en sus bolsillos herramientas periodísticas más potentes que un estudio de televisión de hace veinte años, hace que dar clases hoy sea una de las oportunidades más maravillosas de la vida de un periodista y docente. Claro que hay que renunciar a la idea romántica del periodismo con máquina de escribir y a la idea de poder decir alguna vez “paren las rotativas”.
Mis alumnos no se duermen. Hace poco, uno de ellos me dijo algo que me dejó con una sonrisa dibujada por una semana: “Tu clase es una de las pocas clases que espero con ansias en toda mi carrera”.[2]
Así pues, hemos sido muchos los profesores que replicamos desde nuestras almas y nuestras entrañas al profesor uruguayo que prefirió rendirse, ante la inquietud y rebeldía naturales de los jóvenes. Ya lo he dicho, educar es un acto de amor. Ser maestro es una decisión vital. Nunca olvido una frase que escuché de monseñor Agripino Núñez, quien en una plática con docentes de la universidad diferenciaba al profesor del maestro. El primero instruye, el segundo educa. El primero utiliza la razón, el segundo el alma, porque enseña y ama.
La verdad es que esta carta me ha obligado a reflexionar y a repensar mi práctica educativa. Los que asumimos la enseñanza como forma de vida somos seres humanos, que van al aula con sus propios dilemas existenciales. Es necesario reconocerse como seres finitos, vulnerables y perfectibles. En el aula no somos poseedores de la verdad, no siempre tenemos la razón ni tampoco somos poseedores de todo el conocimiento. Educar es asumirse como un guía que ayuda y acompaña.

Lo bueno de la existencia de las redes sociales, del Internet y de la virtualidad en sentido general, es que el profesor no debe ser una enciclopedia ambulante, sino un ser con conocimientos importantes que tiene la misión de trascender la información para convertirla en un instrumento de motivación para seguir buscando nuevas informaciones, pero sobre todo, para incorporarlas a la vida cotidiana, mostrarle para qué sirve esa información que aparentemente la ven como inútil.

A veces pienso que los maestros somos payasos, actores y acróbatas. Payasos para hacer reír y romper la monotonía. Actores, porque nos desdoblamos de mil maneras para motivar. Y acróbatas, porque en un examen estamos caminando de aquí para allá de forma sigilosa para evitar lo inevitable. Esta afirmación me hizo pensar en una experiencia muy graciosa. Durante muchos años fui profesora de la asignatura “Historia de las Ideas Políticas”, hoy dos de mis alumnos la imparten en la universidad en la que llevo casi tres décadas como docente. Un día llegué al curso y el grupo de chicas estaba deleitándose mirando una revista dedicada al cantante Luis Miguel, quien en ese tiempo era un verdadero ídolo. En vez de quitarle la revista, me puse con ellas a ver las fotos. Pasados unos minutos, le pedí que comenzáramos la clase, pero antes solicité la revista para ponerla en mi escritorio. Accedieron. Después de dos horas de clases, a la salida, les dije, vamos a terminar de verla. A partir de entonces, en son de broma, cuando iniciaba un semestre decía siempre: “En esta clase hay libertad de pensamiento, con la excepción de que nadie, absolutamente nadie, tiene derecho a criticar a Luis Miguel”. La risa colectiva era un símbolo de unión entre nosotros. Era la forma fácil de entrar a dialogar con ellos sobre temas que no eran de su interés, sino que estaban obligados a tomar ese curso por obra y gracia de un pensum.

A veces tenemos que ser sensibles y observar. Hace como un año, estaba impartiendo Historia del Caribe a un grupo de estudiantes de la carrera de Comunicación Social. Desde el inicio me percaté de dos jóvenes indiferentes, que iban a la clase porque no querían quemar la asignatura por inasistencia. Después de varias clases, me acerqué a ambas de forma separada. Lo que imaginaba: tenían serios problemas personales. Les dije que iba a ser tolerante con ellas en su participación en clase, pero que debían cumplir con las asignaciones. Hace como quince días una de ellas me pidió una cita. Me habló de su tesis de grado con entusiasmo. Mientras me hablaba, me di cuenta que había leído del tema y que estaba empoderada de su proyecto. Me sentí feliz. La felicité y le dije que me alegraba mucho el saber que había superado sus dificultades.

Hay lecciones para toda la vida que no se escriben en ningún tratado de pedagogía. Mi hijo putativo que no menciono su nombre por razones obvias, muy cercano siempre a mí, no me entregó una asignación a tiempo. Le di una nueva oportunidad. La entregó después de la fecha estipulada. Por supuesto que esa acción se reflejó en la nota. Una noche fue a mi casa y llevó de regalo el disco de Luis Miguel, “México en la piel”. Lo celebré mucho y me dirigí al equipo para hacerlo sonar. Después que teníamos un rato conversando, me dijo: “Profe, y ¿qué vamos a hacer con mi nota?”. Mi respuesta fue levantarme, dirigirme al equipo, tomar el cd, dárselo de nuevo y decirle amablemente firme que se retirara de mi casa. Le dije: “No me vas a comprar. Debes aprender la lección que toda acción tiene sus consecuencias”. Esa lección le ha servido para toda la vida. Hemos seguido siendo unidos. Hoy es un abogado de fuste y nuestros vínculos siguen más profundos.

Al educar, los maestros tenemos que tener muy en cuenta la línea tenue entre la rectitud y la flexibilidad, entre la confianza y el abuso de confianza, entre la disciplina y la tolerancia. En fin, hay que vivir la experiencia, hay que cometer errores para poder enmendarlos. Pero lo más importante es ser críticos con nosotros mismos y rectificar. Reconocer cuando nos equivocamos.
Repito, ser maestro es un acto de amor, un compromiso con el presente y sobre todo, con el futuro. Nos vemos en la próxima.

[1] UNESCO, ¿Cómo debe ser un buen maestro? Los niños opinan, Paris, 1996,
[2] http://www.diarioveloz.com/notas/165897-la-respuesta-la-carta-del-maestro-uruguayo-que-conmociono-al-mundo-la-educacion

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