Tirado en el piso duro y frío vi los primeros rayos de sol penetrar por los espacios de los barrotes oxidados.
Tenía los ojos duros y el cuerpo como acalambrado.
De los lados del río Ozama me llegaba el olor a salitre y algas podridas.
No tenía la más mínima idea de lo que me esperaría. Al decir verdad, vivía en completa ingenuidad.
De pronto escuché unos pasos.
“Venga conmigo”, me dijo el sargento de guardia.
En la claridad del día noté que las paredes del cuartel estaban descascaradas.
En ese instante sentí el peso de la mala noche.
Cuando entramos a la diminuta oficina, encontré al dueño del burdel hablando animadamente con el teniente.
Al verme se puso de pie y salió a mi paso.
“Al fin hombre libre”, me dijo.
Luego su mano derecha se encontró con la izquierda del teniente.
“A la orden siempre”, le dijo el oficial sonriente.
No sé por qué pero a partir de ese momento me nació la intención de ser policía.
Pero decidí ocuparme yo mismo del proceso.
El único contratiempo ocurrió en la Cruz Roja.
Boca arriba en una camilla me drenaron la pinta de sangre.
Creo que mi cuerpo no estaba para eso.
Minutos después sentí al mundo girando alrededor de mí.
Así llegué a la casa donde, antes de poner los pies sobre el dintel de la puerta, me desplomé. Tiempo después desperté en mi cuartucho ya con la oscuridad de la tarde.
Para entonces la capital ardía con las protestas del pueblo por el costo de la vida y las medidas del gobierno dirigido por el partido blanco.
Desde las barriadas subía el humo de neumáticos incendiados y se escuchaban incesantes andanadas de disparos.
Pero yo esperaba mi telegrama.