Servicio público, APP y subsidiaridad

Servicio público, APP y subsidiaridad

Uno de los grandes malentendidos más extendidos en nuestro país es la idea de que los servicios públicos deben ser provistos obligatoria y necesariamente por el Estado.

Esta popular confusión responde a una concepción decimonónica del servicio público en la que éste se configuraba exclusivamente como una prestación estatal.

Pese a lo ampliamente aceptada que es esta concepción, lo cierto es que nunca, en la práctica y en las normas, el servicio público respondió a este superado modelo ideal, pues siempre los particulares colaboraron con la Administración que, a pesar de su titularidad del servicio, aceptaba que el mismo pudiese ser gestionado por empresas privadas en base a un título habilitante, sea un contrato, una autorización especial o una encomienda.

La Constitución dominicana no ignora esta realidad que la precede a nivel nacional y global. Es por ello que la misma “garantiza el acceso a servicios públicos de calidad, directamente o por delegación, mediante concesión, autorización, asociación en participación, transferencia de la propiedad accionaria u otra modalidad contractual, de conformidad con esta Constitución y la ley”, es decir, “servicios públicos prestados por el Estado o por los particulares, en las modalidades legales o contractuales” establecidas (artículo 147).

De modo que, al margen de la titularidad estatal sobre el servicio público, para el constituyente es más que claro que dicho servicio podrá ser provisto por particulares en base a la habilitación concretada en cualquiera de las modalidades legales o contractuales, consagradas expresamente o no por la Constitución.

Pero la colaboración de los privados con la Administración, no se limita a la actividad prestacional del servicio público. Esta colaboración es ostensible en el plano de la actividad empresarial del Estado.

De ello da cuenta la Constitución cuando dispone que “bajo el principio de subsidiaridad el Estado, por cuenta propia o en asociación con el sector privado y solidario, puede ejercer la actividad empresarial con el fin de asegurar el acceso de la población a bienes y servicios básicos y promover la economía nacional” (artículo 219).

Del citado texto resulta que es constitucionalmente legítima la actividad empresarial del Estado, actuando solo o en asociación con privados, y puede darse dicha actividad empresarial pública solo allí donde el sector privado no es eficiente (principio de subsidiaridad).

Este principio explica, por ejemplo, porqué puede existir una empresa farmacéutica pública, con la finalidad de fabricar y distribuir medicamentos a los sectores más carenciados de la población, y, sin embargo, no es constitucionalmente admisible una Red Pública de Salones de Belleza o de Talleres de Desabolladora, donde el sector privado, en específico, los micro empresarios, han dado muestras más que suficientes de ser eficientes, incluso exportando “know how” al “Primer Mundo”, como demuestra el éxito y la popularidad de las técnicas dominicanas de desrizado del pelo que han desplazado las de los salones de belleza afroamericanos en Manhattan, Queens y el Bronx, en Nueva York.

La Constitución exige, además, que “la actividad empresarial, pública o privada, reciba el mismo trato legal” (artículo 221), lo que explica, por ejemplo, por qué Banreservas y AFP Reservas se someten a las mismas normas regulatorias que los bancos y las AFP privadas.

La Ley 47-20 sobre Alianzas Público-Privadas provee un moderno marco legal para las asociaciones público-privadas, aunque no agota todas las posibilidades de la colaboración de los privados con la Administración.

En este sentido es un gran paso que debería ser complementado con la aprobación de una ley que establezca el marco regulatorio general de los servicios públicos, marco indispensable que debe existir independientemente de que el servicio sea prestado solo por el Estado o por este en asociación con los particulares.

Tal ley contribuiría a solventar la confusión dogmática que reina en nuestro patio, fruto de una indigestión causada por la acrítica importación de la doctrina europea de los servicios de interés económico general, doctrina que no responde necesariamente al modelo constitucional dominicano de servicio público, modelo cuyos contornos también tienen que ser definidos doctrinariamente, para entender a cabalidad la conceptuación jurídica de la privatización, la colaboración público-privada y las reglas de mercado aplicables a dichos servicios.

Sin exageración, podría decirse que los préstamos y los injertos a nivel de la doctrina jurídico-administrativa pueden constituirse en verdaderas armas de destrucción dogmática masiva.

El Derecho dominicano del servicio público, la actividad empresarial del Estado y de la asociación público-privada avanza a paso de gigantes. Es de esperar que la dogmática iusadministrativa esté a la altura del constituyente y del legislador.

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