Servicio público
¿Quién que es no es romántico?

Servicio público<BR>¿Quién que es no es romántico?

LUIS SCHEKER ORTIZ
Yo soy- o pretendo ser- un romántico. Podría ser definido, sin ofenderme, como un iluso. O quizás un ingenuo que piensa que a la administración pública se va a servir a los demás, no a servirse de ella. A ganarse un sueldo decorosamente, no a lucrarse en forma indebida. A desempeñar un cargo, una función pública, con honestidad y eficiencia, no como simple botella.

 A producir bienes y servicios en provecho del usuario, no a depredar el erario público. Se va a la administración pública, por vocación, para honrar a la familia, a los amigos, al país, sin degradar a nadie ni denigrarse a sí mismo. Para servir gustoso a la comunidad, con buen talante y mejor desempeño. Para velar por el cumplimiento de la ley y practicarla con sentido de equidad y de justicia, sin favoritismos ni atropellos irritantes.

Se asume un cargo público porque sí, sin que nadie te obligue, voluntariamente. No se va a la Administración pública a enriquecerse, aunque unos pocos lo hagan vilmente; tampoco a empobrecerse. Se va al servicio público para hacer que las cosas se hagan mejor, y ser retribuido con un sueldo justo, determinado por parámetros de complejidad, de responsabilidad y valor añadido, de superación y calidad, acorde con las normas de austeridad y honestidad que adornan la administración pública.

Se va con un ideal, no a prevalerse de la posición para provecho propio, o de familiares, allegados, socios y relacionados; de apoderarse o disponer de bienes que no son suyos, que no le pertenecen, como un ladrón.

Mientras más encumbrado esté el servidor público, más apegado ha de estar a estos valores éticos, a estas elementales normas de moral ciudadana. Desde abajo se observa su conducta que debe ser ejemplo de decencia y dignidad, no de corrupción, engaño e hipocresía.

Aún para estos tiempos de cambalache, marcado por el consumismo y la distorsión o perversión de valores éticos y ciudadanos, no creo ser yo el último de los mohicanos. Pienso que alrededor de mi, conmigo y lejos de mi entorno hay montañas de gente preocupada por esta situación, cercana al caos. Personas que piensan, sueñan y aspiran a que un día, no demasiado tarde, las cosas cambien para lo mejor y la ilusión redentora se convierta en realidad. Gente, demasiada gente, que lucha en diferentes frentes para que las cosas no sean así. Que no se dejan vencer por el pesimismo contagioso de tantas otras decepcionadas.

Gente común, nada extraordinaria, dispuesta por igual a luchar junto con dirigentes comunales, eclesiásticos, empresariales, intelectuales y hasta políticos no corrompidos, que sí los hay. Ninguno indiferente. Solo aguardan el impulso vital, el momento preciso, la sinergia moral para renacer, porque nunca han abjurado de la ética de los abuelos.

De las viejas enseñanzas que parecen olvidadas y que sin embargo ennoblecen las acciones humanas en búsqueda de la verdad… Las que aspiran erradicar el clientelismo político, el patrimonialismo funcionarial, el nepotismo, la corruptela revestida de impunidad para dar paso a un servicio público eficiente, profesional, decoroso, en todos sus niveles y manifestaciones, puesto al servicio del Estado, como suma del bienestar general y del progreso.

Los obstáculos son formidables. A este ideal se oponen las apetencias desorbitadas. Los que creen, convenientemente, que la “legitimidad” está por encima de la moralidad. Los que quieren enriquecerse a toda costa y a corto plazo. Y hay formas que la administración pública no permite. Y conductas que el país no soporta.

Quien ostenta un cargo burocrático o político ha de comprender que al aceptarlo asume el compromiso de trabajar para el bien de la comunidad. De servir de ejemplo a presentes y futuras generaciones, con una conducta proba. Inmarcesible. Honrada. Como enseñaba Duarte, para hacer un país mejor; para romper ese cerco odioso y paralizante de un sistema injusto, degradante y cruel que ahonda la pobreza y la indigencia ancestral y aúpa el autoritarismo, la dilapidación y la opulencia.

La administración pública, piedra angular por donde se canalizan y materializan las acciones cotidianas que afecta a cada ciudadano como las grandes decisiones políticas que involucran los mayores intereses de la nación; donde se ejecutan los programas políticos del gobierno conducentes al bienestar de todos, sólo sirve a esos nobles fines si es respetada.

 Si desde la cumbre y sus mandos intermedios se cumplen con sus postulados y principios normativos; si no se violan, impunemente, sus disposiciones. Si se institucionalizan sus mecanismos de control y transparencia. Si no se dilapidan los escasos recursos económicos que disponemos para satisfacer caprichos de gobernantes en fatuas prioridades, mientras se postergan, se abandonan o se descuidan los graves problemas nacionales que aquejan a la población…

La sociedad civil organizada cobra cada vez mayor conciencia de su rol. Los líderes y dirigentes políticos y sus partidos, deben pasar del discurso a los hechos antes de que sea demasiado tarde. Todos, gobernantes y gobernados, desde el gobierno o en la oposición debemos tener plena conciencia de lo imperioso que resulta rescatar el servicio público.

Todos ganamos más con políticas sanas y coherentes con el fin supremo del Estado-Nación, que impulsen una estructura administrativa racional y científica, que destierre el clientelismo y fomente un personal de carrera, idóneo, confiable, debidamente remunerado, adiestrado y calificado; que haga del servicio público una religión; que desplace el nepotismo y la irracionalidad donde, cual parásitos, germinan miles de servidores ineptos y funcionarios políticos inescrupulosos enganchados a burócratas, que minan con sus actuaciones desdorosas la nación que queremos.

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