JACINTO GIMBERNARD PELLERANO
Evidentemente le doy una vuelta a un artículo de Carmen Imbert Brugal, publicado en esta página el viernes 22 del segundo mes del año, titulado Si venden, compran.
Es cierto. Y no es nada nuevo, porque nuevos no son los defectos y las virtudes humanas. Aparecen en las primeras páginas de la Biblia, y en las últimas, desde el Génesis al Apocalipsis, libro en el cual encontramos las siguientes palabras de un ángel que gritaba con toda fuerza a las aves de rapiña que vuelan en medio del cielo: ¡Vengan y reúnanse para la gran cena de Dios, para que coman carne de reyes, de jefes militares y de hombres valientes, carne de caballos y de sus jinetes; de libres y de esclavos, de pequeños y de grandes! (Apocalipsis, 20).
Es el engaño ofreciente. El mismo que continúa.
El mismo que permanece exitoso, y que uno ve y escucha pacíficamente en publicidades internacionales de televisión por cable, donde ofrecen, a un precio increíblemente bajo artefactos casi mágicos para abrir latas, para proveer de luz sin estar conectados a las costosas complejidades de las instalaciones eléctricas, bombillas que ni se rompen ni se calientan, así lociones para que los calvos posean en poco tiempo vistosas melenas, boquillas que erradican el hábito de fumar, productos que rejuvenecen la piel o simples dispositivos que, con pocos minutos de utilización, producen un cuerpo esbelto y firme.
Nada. Que el negocio es ofrecer.
Ofrecer villas y castillos, pero entendemos que aquellos que en el pasado no recibían ni las unas ni los otros porque eran pobres y débiles, son los mismos que en la modernidad tampoco reciben lo que se les ha prometido. Por las mismas razones.
No es que ciertas decepciones nos hayan empujado a un escepticismo al estilo del de Pirrón de Elis (c. 360 270 a.c.) quien declaraba que no había nada seguro y cuando murió, sus discípulos, aunque le querían mucho, no le lloraron, pues no tenían la certeza de que hubiese muerto.
En realidad el verbo griego scepticós, latinizado en scepticus significa mirar cuidadosamente algo, examinar atentamente.
Y llevamos el pensamiento hacia el filósofo holandés Baruch Spinoza (1632- 1677) quien tanto influenciara a Goethe, a Herder, Schelling y Hegel, con su moderna encarnación del estoicismo, cuya verdadera preocupación es la lucha entre lo que desde tiempos del genial Hegel (1770-1831) se llama alienación y que Spinoza acoge como dependencia y coerción, supersticiones, malas pasiones, violencias, tiraría política, incorrectos dogmas religiosos y sociales. Por eso llegaron a llamarle el ateo virtuoso.
Se habla, y con arrogancia, del espíritu de los tiempos, de las nuevas verdades que son las viejas en la mayoría de los casos.
Goethe pone en boca de Fausto en la primera parte de su gran poema: Conversando con su criado Wagner (no el músico) que: Lo que llamas el espíritu de los tiempos/ es, en el fondo, el espíritu de las gentes (Was ihr dem Geist der Zeiten heist/ Das ist im Grund der Herren eigner Geist…)
A regando: en quienes los tiempos se reflejan.
Nos duele, pero no se descamina Platón cuando nos dice que hay gente para mandar y gente para obedecer.
Quisiéramos grandes perfecciones, en la línea de Spinoza, pero no es posible.
Somos humanos.