BIENVENIDO ALVAREZ-VEGA
El gran reto que esta nación y todos sus habitantes tienen por delante es, sin lugar a dudas, superar el estado de miseria en que se desenvuelven millones de dominicanos del campo y de la ciudad. Hay muchas otras cuestiones que ameritan la atención pública y la atención gubernamental, pero ninguna es tan urgente y tan apremiante como esta de iniciar un proceso de cambios profundos en la sociedad que hagan posible comenzar a romper el círculo perverso de la pobreza.
Aunque esta afirmación haya sido dicha en el pasado reciente una, dos, tres y hasta cuatro veces, hay que seguirla repitiendo porque nuestros grupos políticos en el poder en los tres poderes del Estado y en los municipios parecen no comprenderlo así o, peor todavía, consideran que este punto de combatir la miseria puede esperar para otros momentos.
Casi todos aceptamos que la mitad de la población dominicana vive bajo la llamada línea de pobreza, incluyendo un amplio segmento que vive en estado de indigencia. Esta no es una realidad estadística, es una realidad que golpea nuestras vistas y se nos presenta por doquier, lo mismo en las zonas urbanas que en las rurales, en las grandes ciudades y en las pequeñas, entre personas con grados académicos y entre personas sin escolaridad. La pobreza es entre nosotros una realidad transversal.
Esta pobreza no se contrae, como está demostrado de viejo, en la falta de recursos para comprar los alimentos de cada día o para ingerir los principios alimenticios necesarios para el sustento adecuado. La pobreza se transforma en un estado de vida, en una manera de pensar, de concebir y de vivir la vida o, como se prefiere, en una subcultura.
Este estado de pobreza en que se desenvuelve la mitad de los dominicanos y dominicanas existe a pesar de que la economía lleva 50 años consecutivos de crecimiento y de expansión. Pero este extraordinario fenómeno no ha bastado para atacar de manera frontal la pobreza, para hacer posible que cada dominicano coma y beba lo necesario cada día, que cada familia tenga la posibilidad de enviar sus hijos a la escuela y que todos tengan acceso por igual a la salud y a una pensión en tiempos de vejez o de enfermedad.
¿Por qué ha ocurrido esto? La respuesta no puede ser otra que por razones estrictamente políticas. El crecimiento de la economía es un hecho económico, fundamentalmente, pero la distribución de esta renta y sus beneficios es responsabilidad de las instituciones que son regidas por criterios eminentemente políticos.
En consecuencia, la pobreza en que se desenvuelve la mitad de la población dominicana es responsabilidad exclusiva de los partidos y de los políticos que han dirigido este país a su mejor parecer y hacer durante los últimos 50 años, particularmente a partir del ajusticiamiento del tirano Rafael Leonidas Trujillo, hace 45 años.
La sociedad ha progresado, se dice orgullosamente una y otra vez, desde los más diferentes escenarios. Y, ciertamente, su perfil es cuantitativamente diferente. Tenemos un territorio diferente, una población distinta, un reagrupamiento social, una industria, una agropecuaria y un sector de servicios diferentes. Pero la esencia del país no ha cambiado, es el mismo. Los ámbitos del poder son exactamente los mismos, con un serio agravante político: la concentración de este poder es hoy mayor que ayer.
Tampoco ha cambiado la naturaleza del Estado dominicano y el gobierno que lo administra. Los gobiernos se suceden uno a otro, pero sólo los diferencia la estética del poder, el estilo. Y este es, precisamente, el gran drama de la sociedad dominicana. Las diferencias se han borrado, los matices son cada vez menores, los grises prácticamente no existen.
En algún momento se confió en quienes lucharon contra la tiranía, o contra el balaguerismo que representaba la continuación de los mecanismos del poder establecidos por Trujillo. Se creía que cuando llegaran al poder se gobernaría de otra manera, se redistribuiría el poder político y, en consecuencia, el poder económico. Esos que eran y siguen siendo los liberales llegaron al poder, y han gobernado por años suficientes como para hacer intentos de poner en ejecución lo que una vez, con encanto juvenil, pregonaron a los cuatro vientos.
Pero no lo hicieron como se esperaba. Les ha faltado valor, les ha faltado visión, les ha faltado la osadía y la inteligencia de los transformadores, de los verdaderos reformistas. Hicieron lo que no se esperaba que hicieran: santiguaron y legitimaron el viejo orden, buscaron los viejos libros del balaguerato y los han convertido en sus obras de cabecera. Nuestros liberales han preferido el descanso muelle a la lucha y los conflictos que acompañan a los que quieren seguir siendo acompañados por sus sueños.
Tengo la convicción de que la suerte de este país sería otra si nuestros liberales de la política hubieran gobernado como dijeron, en las aulas y en las calles, que lo harían. No tendríamos la mitad de la población sumida en la pobreza y en la miseria. Nuestros analfabetos serían menos y la República Dominicana sería otro país.