«Sí, mi corazón»

«Sí, mi corazón»

COSETTE ALVAREZ
Ya perdí la cuenta de todos los establecimientos que he dejado de visitar, y a los lugares que decidí no llamar jamás por teléfono debido a la inexplicable práctica de los empleados y las empleadas que atienden al público, de hablar de tú a personas sin lugar a dudas mayores, de todas maneras usuarios de los bienes o servicios ofrecidos y en casi todos los casos, perfectos extraños.

Es que, ese tuteo, que podría terminar siendo bien refrescante, sencillamente revuelve el estómago cuando viene acompañado de «mami», «mamita», «mi amor», «mi corazón». Y cuando el desagradable trato ocurre en una oficina del gobierno llena de compañeritos y compañeritas del partido (del que sea), dan ganas de ponerse un cohete en salva sea la parte y explotar, sólo pensando en qué manos se encuentran las cosas públicas y lo que representamos los ciudadanos y las ciudadanas para el sector oficial.

Empecemos por el principio: la maldita brega que da lograr que un ser viviente responda un teléfono. Cuando, a mucha, pero mucha insistencia, lo conseguimos, queremos salir volando al escuchar: «tú, tranquilita, que yo estoy aquí moviéndote lo tuyo, ¿oíste, mami?» Nada más y nada menos que en plena Secretaría de Estado de Finanzas, tratando de juntarnos con el pago de unos viáticos que cayeron en deuda pública. Si bien es verdad que esto no resiste análisis, todas las interpretaciones a las que se presta son pocas, y ninguna tiene que ver con expresiones reales de cariño. Y, si quiere, llame a pedir una cita con el Secretario, para que goce escuchando los inagotables subterfugios para ponérsela en China, como muy cerca.

Que el otro pedacito como para tirarnos del puente es la naturalidad con la que nos dicen tantas mentiras, embustes, burlas a nuestra inteligencia, puestas de mojiganga, toda una amalgama de palabras y actitudes dirigidas única y exclusivamente a hacernos perder el tiempo, a humillarnos, a desconsiderarnos, para dar gusto no se sabe a quién, probablemente con el ridículo fin de ejercer un poder que no saben bien para qué sirve.

Cuando eso ocurre en un ambiente como el que debería imperar en la Cancillería, donde hasta los que limpian el piso tienen rango diplomático, ya uno ni sabe qué esperar del resto de las instituciones: «ya eso está listo, sólo falta que el mensajero lo traiga». Y cuando usted llega, calculando que el mensajero debe haber llegado hace dos días, resulta que el trámite, si acaso, está empezando a dar todas sus vueltas y le faltan por lo menos dos semanas. No hay respeto.

Los ciudadanos y las ciudadanas hemos caído en una categoría muy peligrosa, a todos los niveles. Se está contando demasiado con nuestra bobera. Si el gobierno no exige a sus funcionarios y empleados que respeten a las personas, a los votantes, a los contribuyentes, los demás sectores de la vida nacional aprovechan muy bien para tampoco respetar a sus clientes.

Ahí está el caso, por ejemplo, de una línea aérea vendiendo muchos más boletos que asientos de los que dispone. Encima, lejos de deshacerse en excusas y promesas de desagravio, se dan el lujo de mentir y maltratar a los incautos que soltaron todos los dólares que cuesta un vuelo trasatlántico por un servicio que deja mucho que desear, todos con sus compromisos del otro lado del charco y varados por la irresponsabilidad de una línea que ya aprendió que no tiene a quién rendir cuentas, que no tiene riesgos de perder su franquicia, ni siquiera de ser multada o amonestada.

Entonces, preferimos dejar quemar la cordillera, incluso echar la culpa a los infelices conuqueros, para no afectar el turismo, pero no ponemos reglas a quienes traen y llevan turistas, ni a quienes los reciben y alojan, en fin, que la orquesta está afinadísima para perjudicarnos, molestarnos, estancarnos la vida, irrespetarnos, estrangularnos, e incluso dejarnos morir. Es seguro que más temprano que tarde aquí no quedará un solo pobre.

No hay manera de soñar con un plan de vida en este país. Todo anda manga por hombro. Las autoridades se la pasan señalando culpables, generalmente de la administración que los precedió, pero no se toma una sola medida para corregir los males que nos afectan. Nos mantienen embullados con un bochinche detrás del otro, pero no nos ofrecen ni una sola solución. Toda la acción está dirigida a darse vitrina, al pantalleo, al figureo, a vender imágenes. Estamos cansados, hartos más bien.

No estamos necesitando que nos recuerden quién hizo tal o cual cosa mala, perjudicial. Lo sabemos y esperamos que no se le apriete el pecho a nadie a la hora de pedir cuentas, de aplicar justicia. Lo que nos urge es la ejecución de programas drásticos que nos faciliten la vida, que nos quiten el miedo, que nos proporcionen seguridad. Tan siquiera una pequeña muestra de coherencia entre la prédica y la práctica.

Nosotros, los desempleados, ¿con qué ánimo iniciamos un negocito cualquiera, sabiendo que entre los tragamonedas y la probabilidad de ser agredidos para robarnos los pesitos que hayamos producido ese día, terminaremos sin nada y debiendo? ¿Con qué impulso nos sentamos a hacer cualquier picoteo a una oficina del gobierno, sabiendo que no nos juntaremos con el pago jamás ni nunca, y si tenemos amistad con el incumbente, ahí mismo la perderemos? ¿Cómo recomenzar una vida productiva sin garantías?

¿Qué ponga un programa de radio? ¡Pero los que llevan años en los medios están al borde de la locura porque según dicen el pago de la publicidad está atrasadísimo! Eso, sin contar la saturación de opiniones, que no sé cómo la población la aguanta. Por fin, ¿qué es el progreso? ¿en qué consiste la modernidad? ¿de qué se trata el desarrollo sostenible? ¿cómo se detectan los retos del nuevo milenio? ¿qué tal es la vida en una ciudad posible, en un pequeño Nueva York, en un nuevo Mónaco o en otro Chile?

Hasta ahora, aparte de sentirnos expulsados de lo que una vez creímos nuestro paraíso, amedrentados por nuestros propios congéneres, sólo recibimos los abusos, edulcorados por melosos «sí, mi corazón».

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