La discusión sobre Dios es la más prolongada y extensa que haya existido en la tradición intelectual de occidente, de la cual existe el mayor número de referencias en la literatura, filosofía, ciencia y teología (Mortimer J. Adler, Ph.D, Centro para el Estudio de las Grandes Ideas).
El hombre reclama a Dios de diferentes maneras. Alega la exclusividad de su favor en particulares estilos de adoración, que van desde los más absurdos, complejos, sádicos e irracionales hasta los simples, románticos e inofensivos. Tan variopintas y encontradas son las glorificaciones al Ser Supremo, que a ese Creador único y verdadero lo han ido fragmentando y deformando a la manera politeísta.
De seguro que Él estará a punto de ensamblar una comisión de cultos para llegar a un acuerdo universal, coherente y racional sobre su exaltación.
Pero a pesar de religiones, fanatismos, dogmas y guerras santas – y de comportamientos humanos aberrantes ejercidos en su nombre – todavía no hay certezas ni lógica irrevocable sobre el Todopoderoso. La angustia nacida de la incertidumbre y la desazón de la duda sólo son amainadas por la fe: sedante inequívoco que despeja las brumas y marca, cual certero satélite de ruta, el trayecto sosegado.
Bienaventurados, qué duda cabe, aquellos cuyas doctrinas los conducen a una vida de perfección y de servicio. ¡Dichosos los que tienen fe y certidumbres teológicas! Sin embargo, el asunto de los fieles no se limita a la noble práctica de sus catequesis. Si así fuera, tanto en la tierra como en el cielo, serían interminables los regocijos.
Una vez en sus devociones, los cristianos y los de otros credos suelen emplearse con demasiada frecuencia en actitudes discriminatorias, de marcado sectarismo y claro prejuicio. Quedan proclamados patrón oro frente a sus semejantes. Los que ni creen ni practican como ellos están contaminados, se les ve con ojeriza, sin contemplación ni piedad alguna. Ejerciendo de esta manera, contradicen la esencia de sus fervores.
A los que se les posa la paloma, al parecer, adquieren la membresía de un club exclusivo, de esos con derecho a bola negra. Allí, la caridad cristiana se limita a evitar algunos pecados, a unas cuantas obras de caridad, al aporte de donativos y al andar a cuestas con sus consejeros espirituales, que no pocas veces reciben los beneficios de este mundo y no tanto los del otro. Los que no son iguales no se admiten, son lacras. Dejan de ser dignos, y quedan custodiados por demonios a la merced de sus denigraciones. Eso no es religiosidad. Eso, entre otras faltas graves, es soberbia, engreimiento y narcisismo espiritual. Para ellos, de nada sirve una vida decente, bondadosa y a todas luces cristiana – en el magnifico sentido de la palabra – dado que tarde o temprano sentiremos la inmisericordia de esa grey, que se sitúa a la diestra del Padre por obra y gracia del Espíritu Santo para juzgar sin piedad a los impíos.