¡Sí, pero que toquen!

¡Sí, pero que toquen!

POR PASTOR VÁSQUEZ
Al maestro Luis Segura, un hombre que impuso su música por encima de los prejuicios. Después que mataron a Toñito Suazo, los músicos continuaron animando las noches campesinas, entre cuerdas, cueros y alcohol.

A Toñito Suazo le guardaron un mes de luto, aunque los músicos no guardan lutos; pero Toñito Suazo era Toñito Suazo, un hombre de verdad, que marcó sus huellas en estas tierras con esa guitarra española que brillaba en medio de la oscuridad cuando Toñito Suazo venía de alguna fiesta, como aquella noche que lo asesinaron.

Los amigos de Toñito Suazo impusieron su ley musical en las más recónditas comunidades de estas tierras, con Victoriano Mieses ahora en la primera guitarra, Isidro con la güira, El Viejo con el requinto, Don Mario con la tambora, y Damasito con la tumbadora.

¿Y quien tocaba el tres?

En los días en que Toñito Suazo sonaba esos acordes con una delirante devoción, había un muchacho que le seguía los movimientos de la mano izquierda y el rechinar de las cuerdas en la derecha. Se llamaba Rafael y su fama comenzó un día de ensayo cuando los músicos miraban con tristeza el tres de Toñito Suazo sin encontrar respuesta a ese vacío.

«Yo puedo tocar ese instrumento», todos rieron a carcajadas. Entonces el muchacho se enfureció: «Miren que como toco», dijo mientras tomaba el tres del difunto. Los acordes sonaron finitos, como en aquella última fiesta que tocaron en La Luisa Prieta, y desde entonces la gente comenzó a decir que al muchacho se le montaba el espíritu de Toñito Suazo, que el tres tenía una vaina que hacía que Rafael diera los mismos acordes del difunto y otras pendejadas más; pero Rafael siguió tocando.

En los días en que en la comunidad habían dos radios y un picot o vitrola de manigueta corrió la fama de esos músicos campesinos, que habían aprendido los tonos de un inglés llamado Eddy Weltser y que vino por aquí en tiempos añejos, con mil historias lejanas en su alforja de viajero trotamundos.

Así de tan famosos, los muchachos se vieron un día en un barrio que le llaman Los Mina y que queda en Santo Domingo. ¡Imaginése usted unos campesinos tocando una fiesta en la capital!

Y comenzó la fiesta, y la gente del barrio comenzó a llegar para ver aquellos extraños personajes tratando de hacer música en un mundo ajeno donde había velloneras y energía eléctricas y músicos de academias. Al principio la gente comenzó a reír, pero Victoriano Mieses cantó su pieza predilecta, Madre Querida, y Rafael sonó sus acordes como un frenético, y entonces la gente comenzó a pedir más y más.

Era un 23 de diciembre, y a las tres de la mañana ya los músicos no aguantaban más. Estaban cansados. ¿Usted sabe que hacían los músicos en los campos cuando no querían seguir?: Pues partían las cuerdas, pero en la capital esos trucos no funcionan.

Y se partió una cuerda, y se partió otra…y se acabó la fiesta. Entonces, llegó un mulato alto, con los ojos como los de un carpintero, pistola al cinto, y exigió música.

¡Toquen, carajo!; Dispense, amigo, pero se partieron las cuerdas. ¡Les dije que toquen!

Salió entonces el profesor Alejandro: «Mire amigo, nosotros somos campesinos decentes, y usted sabe es que vamos lejos; mientras hablaba el hombre de los ojos rojos movía la cabeza en señal de aprobación -, y usted ve estamos aquí desde temprano y mañana es 24 de diciembre.

Yo entiendo todo lo que usted dice amigo; replicó con voz somnolienta el hombre; pero, ¡toquen, carajo!

A las seis de la mañana, cuando la mayoría de la gente se había ido, el hombre que dormía ya en una mecedora, despertaba de repente cuando paraba la música: ¡Toquen!

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