Si se busca, se encuentra

Si se busca, se encuentra

Cuando la enfermedad es desconocida, no tiene nombre. No existe. El sida solo fue sida cuando su etiología, síntomas, curso y pronóstico se esclarecieron. El mal, que se convertiría en pandemia, siempre estuvo allí aunque nadie lo hubiese encontrado. Agredía con misterio, disfrazado de “síntomas  raros”, inexplicables, diabólicos.  Pero se buscó y se encontró.

Durante la dictadura, nadie podía  husmear  por las casas de torturas, ni buscar muertos  sin  tumbas. Oficialmente, ni se torturaba ni se mataba. Desaparecido el terror y autorizada la  búsqueda, asesinatos y torturas quedaron establecidos como una histórica y desgraciada realidad. Es que, en ocasiones, la búsqueda, por estar  llena de escollos, prohibiciones, castigos e indiferencia, resulta imposible.

Entre ocultamientos, confabulaciones – y bulas que amenazan con la excomunión – podría parecer que el  abuso sexual y la pederastia no han golpeado a esta república. La falacia nos lleva a no buscar; se presume que no hay nada que encontrar.

Como lo demuestra la aberración ocurrida en el orfelinato de Higüey, desde donde los pupilos esclavizados miraban horrorizados la impresionante basílica altagraciana, sacerdotes enfermos  sí han abusado, y de qué manera,  a menores de este país. Pero no se han buscado.

El nauseabundo crimen de la ciudad del Este se esfumó bajo las llamas, no las del infierno, y en los tribunales, no los divinos, que evacuaron (si fue que lo hicieron, pues nadie lo recuerda), alguna sentencia escrita para no cumplirse. No ha sido el único magistral trabajo de encubrimiento. Los esconden, así no los encuentran. Las víctimas amordazadas, sobrecogidas por la vergüenza, callan. Como sucedió en Irlanda. No hay sacerdotes pederastas en esta tierra porque la investigación está precintada, prohibida por el decreto pontificio “Crimine Solicitation” (que no sólo ordena callar, sino amparar  a los delincuentes sexuales), impedida por la conspiración de silencio de una élite católica temerosa de sus pastores y del escándalo. Con  alevosía se alimenta el miedo: quien denuncie está condenado.

Aquí, como en otras partes del mundo, hay menores abusados por una minoría de religiosos –  pocos, pero a sus anchas – protegidos por sus superiores y un rebaño amedrentado. Ayer y hoy, los destrozos psicológicos y las deformaciones infligidas a las víctimas se mantienen invisibles. Sellados por un tabú cuidadosamente elaborado.

Develada la aberración en todo occidente, asfixiados por las demandas legales que se multiplican a diario, se orquesta una estrategia de “damage control”. Y así, apenas hace dos semanas, el papa – sin haber descalificado o suprimido la ejecutiva “Crimine Solicitation”- ordena denunciar y  someter a la justicia a los transgresores.

 Nos preguntamos: ¿cumplirá la jerarquía católica dominicana ese ambiguo imperativo papal, permitiendo que se busque y se encuentre?

Sin la ayuda de víctimas valientes, de una comunidad católica que les dé su apoyo y de una justicia que se atreva a iniciar un proceso a los miembros de uno de los poderes fácticos de la nación, todo seguirá en la sombra. El “control del daño” todavía incluye el ocultamiento y la hipocresía.

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