Una nueva generación se está gestando, más de tres millones de niños, niñas y adolescentes, entre ellos miles a los que tempranamente les arrebatamos la infancia, rasgada ya la inocencia, la confianza y la esperanza perdidas.
Sobreviven en riesgosa vulnerabilidad, revistiendo la fragilidad natural de la edad con una coraza de agresividad para protegerse de maltratos y agresiones en un medio hostil que limita su desarrollo físico, síquico, emocional e intelectual.
Adoptan actitudes de adultos desde la infancia, ciclo sagrado de las etapas evolutivas del ser humano. La puerta de entrada de valores que moldearán su personalidad, el carácter, la conducta, y que serán decisivos en el difícil tránsito de la pubertad a la adolescencia al tener que lidiar con cambios biológicos y gran inestabilidad emocional.
Esa población infantil en alto riesgo vive material y emocionalmente desamparada, nutriéndose de violencia en el hogar, en la calle y la escuela. Abusos, golpizas, abandono les deforman el ego, los llenan de enojos y rencores, reaccionando violentamente al sentirse amenazados.
Cobran conciencia de que a mayor agresividad más posibilidad de subsistir, que los más violentos son los que vencen la adversidad.
Esos primeros años les dejan profundas huellas. Los abusados sexual y físicamente se socializan poco, abrigan sentimientos de inseguridad, inferioridad y temor; tienen bajo rendimiento escolar. Son niños hoscos, ariscos, hambrientos de pan y amor, desconfiados, recelosos, que han sido lastimados, repudiados. Niñas que perdieron la ternura infantil, a las que les robaron la virtud y el recato.
¡Violados, asesinados! Miles no sobreviven por el alto índice de muerte neonatal y antes de los cinco años a causa de enfermedades prevenibles, en gran medida asociadas a la desnutrición.
Otros pierden la vida carbonizados al incendiarse su casa o quemados como castigo; hecho desgarrante como la violación y asesinato de menores, varones y hembras, hasta por sus padres y sacerdotes.
La República Dominicana está entre los 10 países de América Latina con más alta tasa de homicidios infantiles, un promedio de 11.8 por cada cien mil habitantes, según el estudio “En deuda con la Niñez”, publicado en 2017 por Save the Children con cifras de 2015, estadísticas ensangrentadas pese a que fue declarado “Año de la Atención Integral a la Primera Infancia”.
En 2016 y 2017 no cesó el asesinato de menores. La sociedad reacciona conturbada, pero días después vuelve a ponerse una venda ante el abuso sexual, las víctimas del tráfico humano, niños y niñas desaparecidos, robados, vendidos. Explotados en prostitución y pornografía. Miles son apátridas, cientos huérfanos por feminicidios, traumatizados ante la madre asesinada por su padre y éste suicidado. Sufren acoso escolar, maltrato físico y sicológico, mutilaciones; acciones aberrantes en albergues y revictimización en centros de reeducación. Hay más de 300 mil en trabajo infantil, labores peligrosas o esclavizantes.
Con el fuego en la piel. Cientos de adolescentes y jóvenes mueren en ajusticiamientos extrajudiciales de la Policía o linchados por grupos envenenados de odio, que toman la justicia por su cuenta.
Le ocurrió a Hermes. ¡Horrendo! Las llamas subían por su cuerpo torturado, una pira humana manando sangre del rostro abofeteado, acuchillado.
Un crimen que a mediados de septiembre de 2015 puso fin a sus azarosos días, 17 años después de iniciar una vida signada por el desamor, el abandono de su madre en la infancia y privaciones hasta para sepultarlo. Ante su cadáver, la abuela lloraba, en espera del ataúd cuya donación gestionaban.
Murió con el fuego en la piel, en el infierno al que le condenaron sus verdugos, que lo acusaban de robarse una motocicleta.
Arrastrándolo hacia una calle solitaria en Punta, Villa Mella. Atado de pies y manos, lo pateaban y abofeteaban, lanzándoles piedras y vociferando maldiciones.
Otros sobreviven con la marca del delito en el cuerpo y la mente: estigmas, cicatrices de puñaladas, balas y quemaduras, como el muchacho de 14 años al que el 28 de agosto de 2015, un mes antes del asesinato de Hermes, le prendieron fuego.
Dos hombres, fingiendo ser policías, lo raptaron en su casa del sector Alma Rosa, acusándolo de robar 500 pesos. Un escarmiento, decían, pero ese tipo de sanción no los rehabilita.
Pertenece a la generación nacida con el siglo, generaciones cortas por el incremento de embarazos en adolescentes, niñas madres, niños padres, menores como Hermes, con grave secuela para ellos y su descendencia.
__“Yo tengo un niño”, decía Hermes con voz apenas audible, al pedir clemencia.
En su hijo se reproduce la cadena intergeneracional de la cultura de la pobreza; nacen desnutridos, lo que afecta su desarrollo cerebral y conduce al retardo mental por falta de nutrientes en la primera infancia. Crecen con severas deficiencias y la autoestima en el suelo.
__“Usted es una basura, una basura y se va a morir como quiera”, gritó a Hermes uno de los agresores, y rociándole gasolina le prendieron fuego. Parientes lo llevaron al hospital Ney Arias Lora, donde falleció.
La nueva generación a la que pertenece su hijo se forja bajo similares carencias y frustraciones, influenciada por los mismos patrones conductuales, con el agravante de que el modelo social muestra mayor desmoronamiento ético y moral.
Agredidos, desamparados, buscan protección, identidad. Andan en manadas, cometen raterías pero no forman bandas bien estructuradas como las de jóvenes con sobradas destrezas. Son delincuentes en embrión que, sin prevención ni rehabilitación, caen en las garras del crimen organizado.
Se entrenan al ingresar a pandillas, potenciando su agresividad con alcohol y narcóticos, cuyos efectos reducen la capacidad de proyectar hacia el futuro las consecuencias de las acciones del presente.