Siempre Don Juan

Siempre Don Juan

Protagonista estelar, ocupó aquellos días de esperanza y dolor, de asombro y entusiasmo, después de tres décadas infames. Desde su arribo fue perseguido por la intolerancia. Llegó y comenzó a deletrear miserias, a nombrar desigualdades, a construir con palabras un camino distinto. Reconocía parentescos, identificaba vínculos, gracias a esos recuerdos necios que atenúan la desolación del exilio. Rechazó el odio y lamentó que “a tiempo no hubiera aparecido una mano que colocara sobre las heridas del pueblo el bálsamo del amor, el bálsamo de la convivencia, el bálsamo de la democracia, el bálsamo de las libertades populares…” (J. Bosch 20.10.1961).
Portador de un discurso redentor desconocido, expuesto con lucidez, sin fanfarria. Pero era temprano, equivocó el tiempo. Porque todavía, los hijos de machepa no debían saber su origen y los tutumpotes tenían que continuar disfrutando sus privilegios. Porque la ignorancia era un designio y la posibilidad de enmendarla una afrenta. Porque a los políticos les bastaba conservar un poder depredador, apto para conculcar derechos y perseguir cualquier asomo de disensión.
Imponente, elegante, conversador exquisito. Austero, sin más ostentación que el talento, paseó por los parajes nacionales su propuesta. Sorteó peligros, desoyó adversarios inicuos, propaladores de infamias, relatores de audacias e infracciones jamás cometidas. Mi infancia lo vio encima de una mecedora puertoplateña. Crecí con el recuerdo de sus manos y su cariño en la memoria y el tiempo fortaleció la amistad.
Incólume hasta en el momento de la traición y la asonada. Frente al riesgo presentido o provocado, Don Juan supo que era mejor preservarse y no perecer. Quizás la ilusión y el compromiso del retorno le impidieron evaluar las consecuencias del atrevimiento. Su triunfo en las elecciones de diciembre -1962- fue imperdonable. Todos a una gestaron el plan. Grupos dispersos unieron sus apetencias para la hazaña vergonzante. Entonces dijo: “Ni vivos ni muertos, ni en el poder ni en la calle, se logrará de nosotros que cambiemos nuestra conducta. Nos hemos opuesto y nos opondremos siempre a los privilegios, al robo, a la persecución, a la tortura. Creemos en la libertad, en la dignidad y en el derecho del pueblo dominicano a vivir y a desarrollar su democracia con libertades humanas pero también con justicia social.”
Manuel del Cabral aseveró, refiriéndose al amigo presidente: “Con la libertad que les dio a sus enemigos le quitaron la suya…”. Navegó con destino incierto, después del golpe de Estado. La alfombra de muertos y mezquindades, las complacencias y las cobardías, acompañaron su segundo retorno. Comenzó otra historia. Unos, lo esperaban doblegados, otros, defendiendo convicciones y dispuestos a seguir.
Maestro del cuento hispanoamericano, enjundioso analista, ensayista estupendo, fundador de dos partidos, autodidacta erudito, artista sacrificado en el cuerpo de un político, Don Juan, actuó como aún no ha actuado ningún hombre público dominicano. Sin pretender la subversión, su autenticidad fue provocadora. Hablaba de amores y desamores, disfrutaba el teatro, asistía al cine, a las exposiciones de pinturas. Confesaba su afición por el café y el cigarrillo, disfrutaba el mar, exaltaba la belleza, seducía. Compartía con escritores sin nombradía, leía sus palotes y comentaba las osadías literarias de imberbes creadores. Sorprendía con una llamada telefónica para preguntar ¿cómo estás? Su vida tuvo como demarcación la ética, por eso no cupo en el Palacio Nacional. Algunos congéneres prefirieron usar en su contra el dicterio, algunos protegidos recurrieron a la vileza cuando su cerebro se desgastaba. Decidieron privarlo de afectos incondicionales, imponiéndole lealtades de vodevil. Pertinente es parafrasear lo escrito, antes de la distorsión y el olvido. Con su terquedad y arrebatos, su ternura y rencores, sus historias repetidas y encantadoras, sus caprichos, su insospechada solidaridad y atinada indiferencia. Con su rigor y capacidad de trabajo, sus elucubraciones y desapegos afectivos, Juan Emilio Bosch Gaviño dejó una impronta insuperable, más allá del mísero quehacer político vernáculo. Regatearle homenajes poco importa. Ahora Don Juan no depende de nadie, es absolutamente libre. Habita el predio de la inmortalidad.

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