Significancia del espacio vacío

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POR MIGUEL D. MENA
Una de las líneas donde el dominicano se subraya es la de la imposibilidad de asumir el espacio vacío: al montarse en el auto hay que prender el radio, al percibir al otro hay que desperdiciar cantidad de palabras con rituales que a nada conducen (“¿estás aquí?” “ay, tú si estás gordo”).

Los políticos siempre hablarán con larguísimas pausas y dudas, los cronistas radiales y zonas adyacentes te atropellarán con sus verdades, los presentadores de todo tipo te inflarán un muñeco que hace tiempo tienes deshecho en tu imaginación pero aún no será suficiente porque la cortesía obliga aunque luego no sepas qué hacer con tus neuronas.

La casa, el auto, los encuentros de dominó los viernes: todo se constituye a partir de una lógica de la representación sobre un espacio. Nos deslizamos. Nos vemos en un gran proscenio. Hay líneas evidentes: de la casa al trabajo, del placer de la amistad a la almohada. Hay otras que te conducirán al gimnasio o a la cafetería de cualquier supermercado, los lugares que nuestra modernidad insular nos ha deparado como los predilectos para pensar con voz alta si no es que te sirven de primero algún sancocho con un buen vino chileno y entonces vendrán los minutos de silencio si no es que osas hablar con la boca llena y que media humanidad pueda quedar salpicada con tus pedacitos de carne no bien masticada pero a punto.

Recorro la ciudad buscando silencio.

Pienso casi en monosílabos.

Esta brisa insular te llega hasta las venas.

Las cayenas tienen un rojo intenso.

Esa caoba centenaria no deja de perfumar.

Siempre habrá un cambiador de divisas en la Isabel La Católica, un chino detrás del mostrador, un peso plastificado en un carro bajando Duarte, una foto del Bronx al lado de los bienmesabes en cualquier colmado Serie 23, alguien pasando con tremendo abrigo en Padre Las Casas.

Siempre habrá de todo en estas calles y sin embargo, busco el silencio de las cosas que veo flotar.

Busco la gravedad de ese jugo de naranja que te venden los haitianos, las pastas que te aconsejará el italianísimo de turno, el dominicanish de los deportados que se juntan en la esquina como si estuvieran en el centro de Downtown San Carlos o en el Bronx-Los Mina o en Brooklyn-Nibaje o en Queens-San Francisco from Macorís.

Estoy en el subterráneo de un país por el que sólo se atrevería la tropa de Wat Whitman, esos locos entre los que se contarían a Federico Bermúdez, Zacarías Espinal, Freddy Miller, Héctor J. Díaz, Antonio Fernánez Spencer, Juan Sánchez Lamouth, René del Risco, y por qué no, Enriquillo Sánchez, a quien una noche pesqué en la Barra Marisol llegando a la gloria que es el cocido de las tres de la mañana y las carnes que se abren como para que el Altísimo se ponga de sonrojo y todo.

Recorro estas ciudades sin la intención de concluir en algo. Busco silencios, palabras graves, moños después de la greña, gente bañándose con una latica, parejas felices cogiendo su taxi después de alguna pasada por una urbanización de chinos, estruendo de una mecedora a punto de virarse y los muchachitos a punto de romper el biscuit de la mesita, Dios mío.

No ando con una pantalla para meter de cabeza a este país. Dejo que el país se me deshaga, como el aire que coges de un subibaja, como el helado que siempre estará derretido al fondo de la barquilla, como esa sensación de vacío que dejan todos los celulares, porque nunca sabrás donde estará la gente aunque preguntes una vez y otra vez.

Puerto Plata, Barahona, El Seybo, da lo mismo: todos serán dominicanos pero el dominicano nunca podrá concluir en una definición. Sobre esta costra de país, época, historia, identidad, pueblo, partidos, busco al sujeto, a la persona, sus colores, sus miradas, la manera de poner la mesa en caso de que haya, la cantidad de azúcar en la tacita de café, si es que también hay.

Advierto lo alejado que estarán esos cuadros del dominicano a los que estaba tan acostumbrado en el aula 102 de la Facultad de Economía de la UASD con esta gente que tengo ahora en frente, al lado, que cruzan por ahí como trazando con sus sombras alguna partitura que sólo espera fusas, semicorcheas y muchas confusas.

El país de la prensa es otro país a este de la esquina, aunque en este último el mismo país sea el escándalo del noticiero, las quejas eternas en Manganagua porque no llega agua, el agobio en Santo Domingo Este porque siguen rompiendo las jardineras, que nos dejen en paz, que nosotros sólo queríamos encontrar una sábana para todos y que tan sólo dejaran que el sol saliera ahora un chín más para comernos este pan con algo más de frescura, un chin, sólo un poquitico.

Eterno debate éste el que se advierte entre el país de los titulares y el que acontece en los colmados camino a Valverde Mao, por el camino viejo, las gasolineras por Jarabacoa, las panaderías en San José de Ocoa.

Entre ambos subrayo la importancia del silencio en el artista, la capacidad de recepción del comunicador, el dejar fluir lo que se da en el otro, la renuncia a los puntos finales, el destacar la ternura en Los Mina, el abrazo en La Ciénaga, la frescura en Jima Arriba, Pedro Taveras esperando a quien sea en Estancia Nueva, una alegría como para reventar que no sólo tendrá que ser beisbolística y la gran responsabilidad del artista, del comunicar, en esta posibilidad de ir a contracorriente y pensar en la simpleza de la vida.

No siempre se tiene que llegar a la Plaza de la Salud para saber que después de todo estamos solos.

Silencio y soledad no son los lados oscuros de estas ciudades.

Creo en el silencio que permite deshacer los espejos y situarnos más allá de este estar aquí y gordos.

Eso lo digo cuando ya me he ido, estando detrás de la línea o sólo en la pantalla.

Me he ido estando siempre aquí.

Me fui.

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