Manejamos el lenguaje con el auxilio de dos grandes códigos. Son código oral y código escrito. El primero se emplea como señal para el oído: cuando hablamos, desarrollamos un tema en el aula, dictamos una conferencia, compartimos en los afanes de la vida diaria, etc.
El código escrito es la versión gráfica de las ideas que expresamos de todo cuanto nos urja o deseemos dejar constancia, lo cual hacemos con las letras e imágenes que permitan la transmisión del mensaje visual. Es señal para la vista.
Con todo, los avances tecnológicos nos permiten la constancia y fijación de fórmulas expresivas a través de medios y canales al servicio de los miembros de la comunidad, para lectura, audición y visualización.
En cuanto a la formulación de contenidos que intermedian y provocan la transmisión de contenidos, la lengua oral se vale del recurso de la voz, articulación de sonidos significativos, para el intercambio de pensamientos, necesidades, voluntad, informaciones y otras peculiaridades del sistema. Esos jalones son materializados con la entonación correcta y propia de cada segmento que el emisor debe imprimirles a las articulaciones propias de la fonación, que refuerza con recursos del orden gestual y plasma conceptos, voluntades, urgencias, etc.
Un cuadro o esquema que refleja las entonaciones, ascensos y descensos de la voz, pausas, ritmo, la acentuación (prosódica), entre otras valoraciones, nos permiten asimilar, con propiedad, el contenido del mensaje. En términos de escritura, dos cosas son importantes para la claridad y los efectos de la intercomunicación:
-Orden y colocación de las palabras; y
-El empleo de los signos de puntación.
Recordemos: comas, punto y coma, puntos suspensivos, punto y seguido, punto y aparte, dos puntos (:), diéresis o crema (ï), paréntesis ( ), corchetes [ ], signos de interrogación ¿?, de admiración ¡!; “comillas dobles”, sirven para resaltar, destacar, citar; y comillas simples: ansia = ‘angustia’, ‘congoja’, sirven para indicar el significado de alguna palabra.
También guión menor: – que se coloca al final de una línea o renglón, y nos da entender que esa última palabra no ha terminado ahí y continúa o concluye en la línea siguiente.
El inordenamiento en la colocación de las palabras acarrea confusión, ambigüedad, incongruencia o falta de sentido ¿No conoce usted la construcción atribuida a Cervantes, de haberle pedido las llaves a la /sobrina/de la habitación? ¡Habráse visto!
La noticia de una modelo sudafricana acerca de que “está embarazada de su novio, también modelo brasileño”…? Aquí como que hay algo que no encaja. O ambos son modelos, o los dos son sudafricanos o los dos son brasileños, si nos mal-guiamos del adverbio de modo /también/, que revuelve la frase y nos arrastra a las profundidades de las aguas en búsqueda de alguna coma o de otro signo que se aproxime al esclarecimiento de la puntuación que se nos antoja trastornadora.
¿Qué diríamos de estas breves líneas en un matutino que alguna vez nos trajo la siguiente oferta:
“Se vende ropa de señora extranjera”
¿Quién? ¿La señora o la ropa?
Son ambigüedad de ambigüedades. Vaguedades a las que nos somete el propio sistema del habla.